Km: 402
Bajo a tomar el desayuno y allí está la encantadora Lyn deseándome los buenos
días con su peculiar acento. Tras desayunar, subo a mi habitación y saludo a
Lyn que está pasando el aspirador por el pasillo. O bien han clonado a esta
chica (lo que desde luego no sería ningún desperdicio) o está ella sola
llevando todo el establecimiento. Cuando llega la hora de abandonar el hotel,
me encuentro, cómo no, con Lyn en recepción. Allí me recuerda la promesa que le
hice el día anterior, sobre qué lugares debe visitar en su, gracias a mi
insistencia, programada visita a España. Incluso saca un pequeño bloc para
apuntárselo. Nos estamos un rato más hablando sobre cualquier cosa, ella para
practicar su castellano y yo para seguir oyendo su dulce acento. Me despido
asegurándole que es un encanto, a lo que me responde que yo también. Para qué os
lo voy a negar, eso hace que mi día cambie a mejor.
Inicio mi ruta con la intención de tomar una carretera secundaria que me
recomendó Edward. Por lo visto voy al encuentro de un fiordo poco conocido y
espectacular. También tendré ocasión de llegar por ahí a una zona de la costa
que es otra maravilla, pero en un punto en donde habré de tomar un sólo ferry.
En la preparación del viaje, consideré esa ruta por las referencias que leí
sobre ella, pero los 7 u 8 ferrys que hay que tomar me hicieron desistir. Pero
lo que me decide a dar lo que en principio es un rodeo que me retrasará un día
es que Edward me aseguró que para cuando llegara al ferry que debo tomar al
final, habré visto al menos diez alces. Aparte del difunto que vi en Suecia, no
he podido ver ninguno y tengo muchas ganas de ver en su ambiente a este
imponente herbívoro. Para ello debo desviarme de la E6 y tomar una carretera
secundaria. Decido repostar en la última gasolinera antes de meterme en el
berenjenal. Mientras reposto, llegan dos motos con una matrícula conocida.
“¿Dando una vueltecita?” les pregunto. Son un padre y su hijo, sobre una Súper
Teneré y una XTZ respectivamente. No está mal llegar hasta aquí con un sólo
cilindro. Mientras hablamos sobre nuestras distintas experiencias en este país,
un caballero me advierte que una anciana ha encontrado una cartera que podría
ser mía. El amigo madrileño pone cara de “tienes un marrón”, pero yo sé que no.
Agradezco a amabilidad del caballero y me dirijo a la cajera de la estación de
servicio preguntando si alguien le entregó una cartera extraviada. Pregunta por
mi nombre y al coincidir con la cartera encontrada, me la entrega.
Evidentemente, todo: tarjetas y dinero, están ahí. Deberé tener más cuidado,
cuando salga de Escandinavia, un incidente como este puede ser muy grave. Me
despido de los madrileños, envidiando su rumbo, pues van hacia el Cabo Norte.
Enfilo la carretera de los alces, Edward tiene razón en lo del fiordo, pero
falla estrepitosamente con lo de los alces. No consigo ver ni uno a pesar de
que hago muchos tramos de la carretera a paso de tortuga para poder fijarme en
la zonas pantanosas que atravieso y por donde suele moverse este animal. Llego
a tiempo para tomar el ferry.
Al desembarcar en la otra orilla, una lengua de
niebla proveniente del mar lo invade todo. No me impide la visibilidad para
conducir porque se mantiene a unos metros sobre el suelo, en un curioso efecto
visual. Junto con la filtrada luz solar, dan al entorno un aspecto
fantasmagórico, pero me impiden observar el paisaje del que solo obtengo la
visión de sombras fugaces. Prosigo mi avance en estas condiciones hasta que la carretera deja la costa, momento en que la niebla desaparece. No obstante, al remontar las montañas que se alzan ante la costa, la niebla se convierte en densos nubarrones que presagian tormenta. Tengo ante mi un cámping, tiene buen aspecto y no hay muchos campistas, pero decido contiuar para tratar de recuperar el tiempo perdido tratando de ver a los esquivos alces. Tengo, no obstante, la sensación de estar cometiendo un error. Ya es hora de parar, aún así, sigo adelante.
Caen las primeras gotas, por lo que me detengo a ponerme mi segunda piel en este viaje: el traje de lluvia. Preparo el equipaje para lo que se me está viniendo encima, anunciado por un precioso arco iris doble que no consigo fotografiar porque cae sobre mi el diluvio universal. En este momento recuerdo las palabras de los madrileños, que aseguran no haber visto un sólo día de lluvia en todo el camino. Hacia el Norte luce el sol, o sea que también se están perdiendo éste. Yo no. Yo no me pierdo ni uno.
Oscurece, en estas latitudes, un poco más. Junto con las nubes, la oscuridad es suficiente como para dificultarme la conducción. Llego a una zona de obras cuyo aspecto me remite a una maldita carretera sueca en Kiruna. La carretera desaparece, dando lugar a una pista forestal embarrada, llena de baches y piedras. Avanzo trabajosamente, con lentitud. Empiezo a cabrearme, el sudor por el esfuerzo del lento avance provoca que se empañen mis gafas y mi visera. No veo ni torta, así que de un manotazo abro mi visera y recibo toda la lluvia en la cara. Tras varios kilómetros en estas condiciones, pienso en que en cada viaje hay algún día en que se pilla. El mío puede ser éste. Me detengo a valorar mi situación: llueve, es tarde, estoy en una maldita pista forestal que dicen que es una carretera, el siguiente pueblo digno de ese nombre a setenta kilómetros, la moto está hecha una mierda y estoy muy cabreado. ¿Que si voy a pillar? ¡No, coño, ya estoy pillando! Envío un mensaje a la familia: todo va bien. No va a cambiar nada el que sepan en qué situación me encuentro. Al menos tengo algo de cobertura. En este mometo pasan las dos autocaravanas que adelanté anteriormente cuando el firme era de asfalto; malo pero asfalto. El conductor me saluda y hace hace un signo con la mano como alegrándose de no estar en mi pellejo. Intento calmar mis ánimos. Estoy cabreado, pero me doy cuenta de que en realidad estoy cabreado conmigo mismo, porque estoy aquí por culpa de haber tomado las decisiones equivocadas, por mi estupidez y prepotencia. Debí haber parado en ese cámping.
A veces demuestro
tener una absoluta falta de sentido común. Aunque bien mirado, si hubiera
tenido sentido común no me hubiera lanzado a un viaje como este. Tendré que
averiguar dónde se encuentra la bisectriz que separa la osadía de la estupidez.
Tras un buen rato
de suplicio, la carretera recupera su asfalto y parece que llego nuevamente a
la civilización. A los pocos kilómetros veo las luces de un hotel. Cuando llego
a él, lo encuentro extrañamente concurrido. Hay gente en las terrazas,
elegantemente vestida y con copas en la mano. Cuando entro en el vestíbulo,
una chica deja escapar una exclamación, como si hubiera entrado la Cosa del Pantano. Decido ignorarla antes que echarle un exabrupto porque admito que mi
aspecto, con el traje de agua embarrado y cara de pocos amigos no es la mejor
carta de presentación. Llego a un salón donde un grupo está tocando una especie
de rockabilly cutre y un montón de gente bailando entre las mesas. Mierda.
Estoy en una boda. El único hotel en millas a la redonda, y hay una boda.
Consigo gritar algo más que el del rockabilly para preguntarle al camarero si
queda alguna habitación, aunque sé la respuesta. Subo a la moto con el cabreo
convertido en resignación y decidido a llegar a Namsos, o a Trondheim si hace
falta. Veo que ha dejado de llover, justo en el momento en que encuentro un
hotel. No hay boda. Salvado.
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