Km.: 203
De nuevo me pongo en marcha con el cielo
encapotado, amenazando con más lluvias intermitentes. Creo que me ha llovido
cada día desde Sunne, en Suecia, hace ya... creo que un siglo. Recuerdo las
cosas que me han sucedido, pero en ocasiones soy incapaz de recordar cuándo o
dónde sucedieron. En cierto modo tengo la impresión de llevar mucho más tiempo
en ruta que las dos semanas que realmente llevo. Me siento como si toda mi vida
hubiera sido esto. Ayer estuve consultando el tiempo por internet y al parecer
voy a tener dos días más de lluvia, con una tregua de un par de días soleados.
Todo el mundo me recomienda que no me pierda Lofoten, de hecho, era otro de los
objetivos de este viaje. Como pretendo llegar a Lofoten en sólo un día,
coincidirá con la lluvias, o sea que me conviene perder un día por el camino.
Tengo a la ciudad de Tromso a un tiro de piedra, así que hoy dedicaré parte del
día a hacer un turismo más convencional. Me dirijo pues a Tromso.
Nada más llegar, me doy de bruces con un
edificio que ya tenía visto antes en alguna parte. Se trata de su moderna
catedral. Me detengo para mi primera visita de turista. Desde fuera, el
edificio es imponente, me dirijo a la entrada para ver su interior, pero me
encuentro con la desagradable sorpresa de que hay que pagar. Mi intuición, a
quién suelo hacer caso, me dice que no
valdrá la pena, así que me dirijo a la moto.
Sin
embargo, por el camino pienso que por aquí difícilmente volveré y que tal vez
me estoy perdiendo algo, así que acoquino las 40 coronas. No tengo moneda
local, pero por desgracia, aceptan euros. Digo por desgracia porque salgo con
la sensación de que me han tomado el pelo. No debería menospreciar a mi
intuición. Francamente, lo mejor de este edificio es el edificio. Dentro hay
poco que ver.
A continuación me dirijo al Museo Polar,
donde se exhiben diversas cosas relacionadas con las muchas expediciones
polares protagonizadas por noruegos.
Tengo que reconocer que a mi siempre me
han gustado esas historias, desde la épica carrera al Polo Sur entre Amundsen y
Scott, a la heroicidad de Shackleton y sus hombres, así que me ha interesado
mucho el pequeño museo. Mi viaje es como un paseo por el parque comparado con
lo que hicieron estos tíos. Reconozco que probablemente no sea para todos los
públicos. Las penurias de esa gente pasando largas invernadas entre los hielos
me han despertado el apetito, así que me dirijo al centro para picar algo.
Me cuesta imaginar, viendo la animación que
hay en las calles, que en invierno aquí apenas ven la luz del día. Me pregunto
que es lo que llevará a la gente a venir a vivir a estas latitudes, aparte de,
como ya me han comentado, los menores impuestos. Finalizo mi visita a Tromso y
parto, en contra de lo que tenía previsto inicialmente y por aquello de perder
un día, hacia la isla de Senja. Está algo más apartada de las zonas turísticas
tradicionales, aunque sin dejar de serlo ya que
obviamente esto es Noruega. Conduzo mi w800 en dirección Noreste para
aceder al ferry que me llevará a Senja, esta moto se encuentra como pez en el
agua en este tipo de carreteras más estrechas y reviradas. Además, a este ritmo
que imponen los noruegos apenas me gasta combustible. Cuando llego al muelle de
donde zarpa el ferry, me doy cuenta de que lo perdí por diez minutos, el
siguiente sale en dos horas. A veces sucede eso en este tipo de viajes en dónde
se va a lo que salga. Pero seguro que hay una buena razón, como siempre. Por el
momento no queda más que esperar, pues aquí no hay nada más que el pequeño
muelle.
El ferry llega con puntualidad británica y
embarco hacia Senja. La espera ha provocado un cambio en mis planes. Mi
intención era pasar rápido por Senja para llegar al final de la isla donde otro
ferry, que debería tomar mañana, me llevará a Andenes, puerta de las Lofoten.
Pero son ya las 8:30, y eso es muy tarde en Noruega, así que busco alojamiento
nada más desembarcar. Un cartel me indica un cámping a pocos kilómetros, me
dirijo hacia allí. Al llegar, me comentan en recepción que el cámping está
lleno. Me temía algo parecido, pues vengo observando por el camino que en esta
isla la infraestructura turística es algo menor que las zonas de donde vengo. A
mi pregunta de si conoce algún otro alojamiento, contesta que existe un motel a
unos 35 km. que podría tener habitaciones. Me propone llamar para saber si es
así. Se lo agradezco y efectivamente les queda una. No sé como agradecer al
recepcionista su amabilidad, así que le compro algunas de las chucherías que
vende. Karma equilibrado. Parto hacia Skaland, la población en la que está el
motel, por una estrecha, sinuosa y bacheada carretera. La w800 en su salsa. No
tenía idea de lo que esta isla me tenía reservado. En los pocos kilómetros que
me separan del motel, atravieso uno de los paisajes más hermosos que he visto
jamás. La luz del anochecer ártico proporciona el contrapunto perfecto a una
naturaleza desbordada. Tal vez sea una cuestión de gustos, pero este paisaje
que veo me conmueve. Cumbres elevadas caen a pico sobre profundos fiordos,
en una perfecta conjunción entre mar y montaña. Es único, y me faltan palabras
para describirlo. Me comentó ayer el belga que una vez vistos unos diez o
quince fiordos, dejan de impresionar. En mis tres viajes a Noruega llevo vistos
ya unos cuantos, y siguen impresionándome. Creo que siempre lo harán.
Llego finalmente al motel, en la puerta me
encuentro con Hans, un jubilado alemán que se dirige a mi en español. Dice que
lleva estudiándolo tres años, lo habla muy bien el condenado. Es un personaje
peculiar, habla seis o siete idiomas, algunos tan exóticos como el árabe, que
ha ido aprendiendo a base de vivir en los diversos países dando clases de
alemán. En la definición de “ciudadano del mundo” de la wikipedia debería haber
una foto de Hans. Hablamos un buen rato de viajes, de Noruega, de su vida. “He
tenido una vida muy interesante” me dice Hans. No es pedantería, sé
perfectamente a qué se refiere con tan sólo ver su mirada, llena de sabiduría y
curiosidad. Creo que me gustaría ser como Hans.
Dentro del motel, me atiende una señora ya
mayor que en sus mejores tiempos debió ser toda una belleza, aún queda mucha
elegancia en ella. Su amabilidad es exquisita, y me obsequia con un té de
bienvenida. Me ofrece un pastel de chocolate para acompañar el té, que acepto
agradecido. Le pregunto si lo hace ella misma, a lo que asiente. La felicito
sinceramente, ella se ríe algo turbada, creo que no suelen decírselo y me ha
encantado poder hacerlo. Ella me asegura que he tenido mucha suerte en
encontrar sitio, pues en esta época del año el motel suele estar lleno.
“¿Suerte? Sí, ya lo sé”, le sonrío.
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