dimecres, 30 d’octubre del 2013

Epílogo


Ha pasado ya un tiempo desde mi viaje al Cabo Norte, cerca de tres meses. Hubiera querido escribir este epílogo mucho antes, nada más llegar, aunque me ha sido imposible, puesto que lo que ha sucedido tras mi llegada no ha sido más que una necesaria inmersión en el trabajo, y el encontronazo con la triste realidad que vive mi país. Tal vez sea mejor así, pues este paréntesis temporal y el hecho de estar sumergido en un ambiente completamente distinto a lo que fue el viaje me proporciona una perspectiva más cercana y alejada de idealizaciones poco realistas.
A lo largo de estos días he disfrutado de fugaces imágenes, de ocasionales bocanadas de aire fresco en medio de la mencionada inmersión, que me transportaban de nuevo a las estrechas carreteras noruegas atravesando paisajes de ensueño o perdido en los interminables bosques de Suecia. Todo eso vuelve ahora mientras estoy sentado frente al mismo netbook, en soledad, escuchando la misma música con la que me hacía acompañar mientras escribía este blog más allá del círculo polar ártico. Ante mí vuelven a desfilar las imágenes, vuelvo a sentir los olores, las sensaciones, se me aparecen los rostros de aquellos con quienes me crucé en determinados momentos de mi viaje. Para ellos tan sólo fui un acontecimiento fugaz, pero para mí fueron tan esenciales como el propio paisaje. Vivo esos recuerdos como el anciano que recuerda su juventud, abrazando las sensaciones de los momento vividos con intensidad, pero con la melancólica certeza de que no regresarán. Es un buen momento para recordar.
He estado alejado sólo unas semanas, pero en mi fuero interno ha sido mucho, mucho tiempo. Tal vez sea así porque siento que no he regresado al mismo punto del que partí. No sé exactamente lo que me ha aportado el viaje, pero las personas que más me conocen me confiesan que aprecian ciertos cambios. Yo también los aprecio. Ha mejorado mi perspectiva de lo que es importante, de quién es importante en mi vida, de lo que vale la pena. Eso me obliga, en la medida de lo posible, a obrar en consecuencia.
Rememorando mis propias palabras al inicio de este blog, quizá fui demasiado exigente con lo que este viaje podía aportarme, ni más ni menos que encontrar las preguntas adecuadas cuya respuesta diera sentido a mi existencia, pasada y futura. Sin lugar a dudas, estaba siendo injusto con un viaje aun por empezar. En ese momento me pareció algo interesante que escribir y además sonaba bien. A pesar de no tener la certeza de que eso fuera a suceder, albergaba secretas esperanzas de que así fuera. A medida que el viaje transcurría, no estaba seguro de estar alcanzando el grado de trascendencia que pretendía. De hecho, en numerosas ocasiones a lo largo de mi recorrido por solitarias carreteras me preguntaba si realmente estaba averiguando cuáles eran esas preguntas. Estaba demasiado ocupado en la conducción como para pensar en esas cosas. Además, la mayor parte del tiempo en que anduve vagando por esas tierras lejanas no pensaba en otra cosa que en la inmediatez, vivía por completo en el presente. Eso me impedía, o al menos así lo pensaba, llegar a conclusión alguna. No me daba cuenta de que precisamente así era como estaba llegando al fondo de la cuestión, de mis inquietudes y de la tan anhelada trascendencia.
Varias veces, al charlar con quienes me encontré por el camino, me hicieron la misma pregunta:
--¿Viajas en moto, en solitario, hasta el Cabo Norte? Debe ser algo muy duro, ¿no?
A lo que yo respondía, invariablemente:
--En ocasiones lo es, pero estoy disfrutando cada minuto. Vale la pena.
Sentía, al decir estas palabas, que estaba siendo completamente sincero, puesto que así era. Disfrutaba de cada minuto del viaje, de cada conversación, de cada silencio, de cada paisaje, de cada tormenta, del cansancio, de la incertidubre, de la tristeza al partir de algún lugar entrañable, de la alegría de llegar a otro lugar desconocido y lleno de atrayentes incógnitas. Cada contratiempo no era más que una puerta a nuevas sensaciones y nuevas posibilidades.
No sé exactamente cuando fue, si en un momento concreto circulando por las carreteras suecas, abandonando ya Escandinavia, o si la pregunta estuvo forjándose en mi mente a lo largo del viaje, pero en un instante de lucidez me dí cuenta de que había hallado lo que buscaba. No se trató de ninguna iluminación, ni revelación alguna. Fué, como digo, un momento de pura lucidez, como si hubiera estado siempre ante una imagen borrosa y de repente cobrara nitidez y se revelara con todo detalle. Sonreí dentro de mi casco. No sentí euforia, ni realización trascendental ni nada parecido, tan sólo me sentí maravillado ante su absoluta simplicidad. La pregunta siempre estuvo ahí, pero no pude reconocerla hasta que estuve inmerso en el viaje, viviendo sólo el presente, sin futuro, sin pasado. El viaje me la reveló, después de todo. Y lo más interesante es que no tiene una respuesta completa, al menos no la tiene hasta el día en que se abandona este mundo. Eso no quiere decir que no pueda responderse, de hecho se responde a medida que se vive, y no existe una solución universal, cada cual sabe la suya. Aunque no todo es tan sencillo, hay que saber construir con sinceridad la respuesta adecuada. Hay que conseguir que la respuesta sea afimativa cada minuto de nuestro viaje más largo, y sólo de cada uno de nosotros depende. ¿Que cuál es la pregunta? Ya la sabéis, la sabemos todos desde siempre. La pregunta es:
“¿Ha valido la pena?”