Km.: 111
Me levanto temprano, debo estar pronto en el
Whalesafari Andenes. Miro por la ventana y... ¿adivináis? Pues eso. Al parecer,
las previsiones que miré por internet no acertaron, y el día que dejé pasar no
ha dado resultado, aunque tampoco me arrepiento porque pasé un buen día
turisteando. En el centro nos dan una charla sobre el animal que vamos a ver,
el cachalote, mientras visitamos su pequeño museo. Yo creía saber bastante
sobre él, porque siempre me han interesado estos animales desde que leí Moby
Dick cuando era un crío. Sin embargo, aprendí algunas cosas interesantes.
Finalizada la charla, nos comunican que a causa del mal tiempo, se retrasa la
salida una hora, por consejo del capitán del barco. Las noticias no son
alentadoras. Para reponerme del madrugón, paso esa hora extra durmiendo en un
sofá del centro, tras lo cual me traslado en moto al muelle.
Llueve a cántaros y el viento arrecia, sin
embargo, vamos a zarpar. Me visto para soportar el agua con todo lo que tengo.
Al poco de dejar el puerto, parte del pasaje empieza a caer víctima de los
mareos. El barco lleva consigo una buena provisión de bolsas para tal
contingencia, pero me da que no van a tener suficientes. Subo al castillo de
proa desde donde hay mejor visibilidad. Olas de hasta tres metros golpean el casco
y el buque cabecea como una cáscara de nuez.
Poco a poco, el pasaje va haciendo
uso de las bolsas. El frío aprieta y para pasar el tiempo entablo conversación
con uno de los guías. Me confirma que va a ser un día duro para muchos. Al
parecer se aburre, porque seguimos con la conversación. Todo el pasaje se
compone de familias con crios o parejas y nadie le da palique, así que hablamos
sobre mi viaje, sobre cómo no, la crisis en España, y el clima de esta parte
del mundo. Me sorprende cuando me señala que en su opinión, la mejor época para
visitarla no es julio, sino de mayo a junio. Al parecer, en esos meses las
temperaturas oscilaron de 20 a 22 grados, hoy apenas llegamos a 10. Según dice,
el mes de julio viene a ser el otoño de por aquí. Lamento mi error, pues está
claro que mi información venía con un mes de retraso.
Rastreamos los cachalotes siguiendo su
ecolocalizador, que utilizan para guiarse y capturar presas en las grandes
profundidades donde se alimentan. Sin embargo, dejan de utilizarlo cuando van a
emerger, por lo que debido al oleaje de hoy, perdemos a los dos primeros
ejemplares. Finalmente, cuando la mayoría del pasaje ya no está en condiciones
de ver nada que no sea el fondo de su bolsa de echar la pota, aparece nuestro
cachalote. Como siempre, quien decide si esto mola o no, es cada uno. Las hemos
pasado canutas para ver la parte superior de la cabeza cuando respira, parte de
su lomo y su cola en el aire cuando se dispone a sumergirse de nuevo.
Si
quieres ver bien a un cachalote, mírate un documental del National Geographic.
Pero si queres interactuar en su medio natural con un bicho de quince metros y
que pesa como una manada de elefantes, si quieres ver y oir cómo respira uno de
los animales más magníficos del planeta, ven aquí.
Mi decisión es que mola, por eso he pasado
por este suplicio para hacerlo, no quería morir sin ver uno. Uno de los guías
me confirma que ha sido uno de los mejores avistamientos de la temporada,
porque el animal ha emergido muy cerca de la nave. Además, me vanaglorio de
estar entre los tres o cuatro de los más de treinta que debíamos ser, que no se
ha mareado, aunque reconozco que en algún momento no me atrevía ni a moverme,
pues me veía corriendo a por mi bolsa. Recojo la recompensa a mi heroísmo en
forma de caldo caliente, mientras lo saboreo pregunto por el animal, pues me
pareció que tenía unos extraños bultos en la cabeza. Iva, una guía croata que
habla un español perfecto, me informa que el ejemplar 37, que hemos visto, ha
estado muy enfermo y ha perdido mucha grasa. Los bultos eran su cráneo. Para
los amantes de los animales, el cachalote 37 parece encontrarse mejor y ya va
engordando como una ballena, que es lo que le toca.
Falta una hora para tocar puerto y no se me
ocurre mejor manera de pasarla que conversando con Iva. Sus verdes ojos parecen
ser la mejor medicina contra el mareo. Hablamos de todo un poco, pero sobre
todo, nos reimos de la peculiar idiosincrasia de los meridionales, incluyendo a
los croatas, que nos impedirían tener un país como Noruega. Al parecer, en
Croacia también cuecen habas. Hablamos de su trabajo aquí, está sufragándose
sus investigaciones sobre cetáceos haciendo de guía, lleva más de nueve años
aquí, pues se ha enamorado del país. Le pregunto qué se siente durante el
aislamiento invernal, empieza a contármelo con una mirada perdida, pero nos
interrumpe un pasajero que quiere sopa. Me quedo con las ganas de saberlo, pues
reiniciamos la conversación con otro tema. Me entero con sorpresa de que todas
las campañas de Greenpeace sólo han servido para que los pescadores noruegos se
reboten debido al síndrome de “quién coño eres tú para decirme lo que debo
hacer en casa” lo que ha tenido un resultado contraproducente. Según parece, la
caza de las ballenas estaba menguando en el país, a causa del progresivo
abandono de las actividades tradicionales. Pero ha tenido un repunte como
consecuencia del rebote. Hasta Greenpeace está rectificando su abordaje al
problema noruego. Con cierta amargura, Iva me confiesa su convicción de que al
final vamos a extinguir a las ballenas. Yo amplío esa opinión, creo que al
final vamos a extinguirlo todo. Por eso estoy aquí.
Al poco aparece otra guía, esta española,
preguntándole a Iva si quiere que la sustituya en el reparto de caldo. Conozco
esta táctica, se denomina “librar a compañera de un pelmazo”. Iva contesta que
está muy a gusto hablando. ¡Vaya! Me siento encantado de que no me considere un
plasta, y seguimos nuestra conversación, entre taza y taza de caldo, hasta
llegar a puerto.
A pesar de que la lluvia puede impedirme ver
bien el paisaje, decido reemprender la marcha por la carretera del Oeste, que
va bordeando la costa de la isla de Andoya. Apenas me cruzo con nadie,
atravieso pueblos desiertos en medio de paisajes rotundos, agrestes y de una
belleza primigenia. El cansancio de la navegación y la lluvia son suficientes
para hacerme desear una ducha caliente, así que desisto de continuar y me
propongo buscar hotel en la cercana isla de Langoya. La lluvia está teniendo
como consecuencia que me aloje en hoteles con más frecuencia de la recomendable
para mi economía, pero es que siempre que llega la hora de retirarme, sólo
pienso en duchas calientes. Llego a mi hotel con esa idea en la mente, cuando
veo que en el baño, esta vez hay una bañera. Imaginaos el resto.
Hoy todo se conjuga para infundirme un estado
de ánimo peculiar, una melancolía crepuscular que conozco bien. Todavía no sé
si debería repudiarla, sólo sé que me siento a gusto en ella, pero el poso es
amargo. Así que si no quieres saber nada de esto, no continúes. Lo que viene es
paja mental en estado puro.
Estoy cometiendo demasiados errores, pues me
llevo a casa numerosas fotografías de paisajes pero casi ninguna de la gente
con la que me voy cruzando, que es lo que me está resultando verdaderamente
enriquecedor. Me gustaría llevarme a gente como Hans e Iva entre mis recuerdos.
Ahora es demasiado tarde y lo lamento. Cuando conozco a este tipo de gente,
apátridas de todas las nacionalidades que se buscan la vida por todo el mundo,
siento una sana envidia, si es que existen envidias sanas. Probablemente es lo
que me hubiera gustado hacer, pero nunca tuve cojones. Si, hablando claro,
nunca tuve cojones de hacerlo.
No reniego de mi vida en absoluto, he
cometido muchos errores y he pagado un precio muy alto por ellos, pero eso me
ha llevado a ser quién soy y aunque he tardado mucho tiempo en hacerlo, al
final me estoy reconciliando conmigo. Este viaje pretendía ser una
recapitulación, una confirmación de mi autoconocimiento, pero me está
resultando desconcertante. Tal vez no me conozca en absoluto.
Recorro los sitios velozmente, nunca he
dormido dos veces en el mismo lugar. Voy de paso y me dirijo al sol poniente,
como el final de un mal western. Sólo que mi western no acaba ahí, porque lo
llevo sobre mis espaldas. Cuando veo o leo historias de soledad, me subyugan,
quiero ser Jeremiah Johnson, Major Tom, el Lobo Estepario. Pero la inquietante
realidad es otra, porque me siento mejor cuando puedo interactuar con las
personas. Si no, mi soledad, mis vivencias, en definitiva, mi viaje, pierde
parte del sentido, si no todo. Necesito de Tarek, de belgas anónimos, de Hans,
de Iva, de tantos otros. Me sorprendo iniciando conversaciones espontáneamente
sólo por el hecho de corroborar mi propia existencia, de no sentirme como un
espectro deambulando por el mundo de los vivos. Sentir la compañía de alguien,
sentir que importo, ni que sea muy poco y por poco rato, a alguien. Me abro sin
reparos a la necesidad de cualquiera de sentir que me importa, como Iva. Yo me llevaré
sus palabras lo suficentemente lejos, para que no regresen. Soy el jinete que
cabalga hacia el horizonte y que no van a volver a ver jamás. Nunca pensé que
me sentiría así, tan solo.
Escribo demasiado. Temo que eso me impida
observar, pero lo cierto es que sigo observando para escribir.
Hola Pradell, por tus kilometrajes es evidente que tu viaje en moto ya va a menos, pero por tus "pajas mentales" es más evidente que tu viaje interior va in crescendo. Sigue viajando amigo. No dejes de sentirte.
ResponEliminaY por cierto, si tu vida es así es porque tiene que ser así. No intentes cambiarla. Simplemente cambia tu forma de percibirla, porque en esencia es maravillosa. Como toda vida. La tuya también.
Animo amigo¡¡¡
Una abraçada
Xavi
PD: No dejes las buenas costumbres. Espero que de vez en cuando enseñes a la cultura de estas latitudes buenos modales y hagas un buen eruptillo y alguna que otra liberación espontanea o no de gases (cosa dolenta fora del ventre).