dijous, 25 de juliol del 2013

Día 19: cerca de Skokkelvika, Lofoten



Km: 197

Si, todavía estoy en Lofoten. Me resisto a marcharme. Es medianoche, y estoy acampado en algún lugar cerca de un pueblo llamado Skokkelvika. El silencio es absoluto, sólo turbado por el paso de algún vehículo o el grito subhumano de alguna gaviota lejana. Estoy en acampada libre, permitida en este país. Estoy completamente incómodo y completamente feliz. Ante mi, un paisaje por el que en mi tierra matarían, a mi espalda una montaña me impide observar el sol de medianoche, pero no sus efectos. La claridad es total. La montaña se alza imponente justo tras de mi, en un ascenso casi vertical. Al parecer ha sufrido un corrimiento de tierras recientemente.
El cono de deyección está a unos veinte metros a mi izquierda, pero constantemente se oye el sonido de las piedrecillas rodar montaña abajo, lo que resulta algo inquietante. Espero que Odín no me hunda en el Utgard con una roca de veinte quintales.


                                                            *  *  *

Teóricamente, hoy es el día en que debería abandonar Lofoten, pero me he levantado con el convencimiento de que no lo voy a hacer. En lugar de eso, dirijo mis pasos a recorrer un segmento de carretera que me quedaba por ver, y que para empezar me ha conducido a Henningsvaer.
El pueblecillo pesquero me parece genial, y me dedico a perder el tiempo por su puerto. Allí veo una família de españoles tratando de hacerse una foto de grupo, por lo que me ofrezco a ayudarles. Son una gente majísima de Almería que están realizando un viaje muy parecido al mío, pero en autocaravana. Pasamos un buen rato hablando, me siento muy cómodo en su compañía. Nos partimos de risa analizando las diferencias entre nuestro país y este, y nos damos algunos consejos mutuamente sobre lugares a visitar en nuestro viaje de regreso. Nos despedimos con un hasta pronto, y nuevamente me doy cuenta de que no me he hecho una foto con ellos. En fin, como siempre.

Prosigo mi ruta, por la carretera 816, no tan transitada como la de ayer, que me lleva por lugares de ensueño, uno tras otro. Cada pocos kilómetros, a veces tan sólo metros, debo detenerme para fotografiar algo o simplemente verlo con más detenimiento. En una de estas paradas, veo un lugar idóneo para acampar, tiene sitio para dejar la moto sin tener que complicarme la vida, y un recodo entre los árboles, a unos veinte metros de la carretera, perfecto para la tienda. El único “pero” que le otorgo es estar encarado al Sur, por tanto no veré el sol de medianoche. Pero también me aseguro algo más de oscuridad que me facilitará el sueño. Algunas señales me indican que alguien ya ha pasado aquí la noche. No, no es el clásico montón de basura que señala algo parecido en España, tan sólo la hierba aplastada aquí y allá. Esta gente permite la acampada libre porque no necesitan regulación para eso. Saben cuidar su país y lo cuidan con devoción. Si se permitiera en mi país, seguro que estaría todo como palo de gallinero.

Marco el waypoint con la intención de regresar más tarde, y prosigo mi lento y contemplativo viaje. Pero a medida que avanzo, me entra una sensación de urgencia. ¿Y si regreso y alguien ya ha puesto allí su autocaravana? Los buenos sitios van muy buscados. Decido dar media vuelta con el siguiente plan: montaré la tienda y después me iré a terminar mi vuelta por las islas. De este modo, dejaré allí clavada mi pica en Flandes para tomar posesión del lugar. Llego al sitio y por fortuna sigue virgen. En un periquete monto la tienda, no sin observar la legión de insectos que pulula por mi futuro campamento. Pero ahora ya es demasiado tarde para volverse atrás. Me voy y... ¿cómo? Claro que me voy dejando la tienda ahí. Estoy seguro de que si la dejo y vuelvo el verano que viene aún estará en el mismo sitio. Cuando paro a repostar, la moto sigue despertando el interés de otros moteros, es curioso: a menudo me preguntan si soy inglés, por eso de la E en la matrícula. Muchos se quedan atónitos cuando les indico mi procedencia. Tan al norte sigo siendo un ser exótico.
Regreso al cabo del día a mi campamento y me dispongo a zamparme la cena que compré en un supermercado del camino. Me sorprendo tarareando inconscientemente una cancioncilla absurda, y estallo en carcajadas al darme cuenta de que estoy cantando “Vella Xiruca”, una antigua canción catalana de excursionistas. He vuelto a la infancia.

Terminado mi concierto, vienen a recibirme un millón de moscas enanas, tan pequeñas que apenas las puedo ver, pero sí veo la nubecilla que forman alrededor mío. Me unto con repelente pero eso tan sólo aleja la nubecilla unos centímetros. Llego a la conclusión de que no me cabe esperar nada que no sea sólo la molestia de tenerlas ahí utilizándome como trampolín, pista de aterrizaje, lugar de paso o zona de juegos. Los bichos sienten curiosidad por todo lo que tengo, se lanzan sobre cualquier cosa que dejo sobre mi improvisada mesa en una roca. Al poco, pierden el interés y vuelven a revolotear. Por suerte, sin gafas distingo mal los detalles pequeños, porque estoy seguro que hoy he complementado mi dieta con algunos centenares de minimoscas. Me retiro fnalmente a mis aposentos dispuesto a pasar una noche de acampada libre en Lofoten. Ahí es nada.
Mi patio trasero


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