Km: 197
Si, todavía estoy en Lofoten. Me resisto a marcharme. Es medianoche, y
estoy acampado en algún lugar cerca de un pueblo llamado Skokkelvika. El
silencio es absoluto, sólo turbado por el paso de algún vehículo o el grito
subhumano de alguna gaviota lejana. Estoy en acampada libre, permitida en este
país. Estoy completamente incómodo y completamente feliz. Ante mi, un paisaje
por el que en mi tierra matarían, a mi espalda una montaña me impide observar
el sol de medianoche, pero no sus efectos. La claridad es total. La montaña se
alza imponente justo tras de mi, en un ascenso casi vertical. Al parecer ha
sufrido un corrimiento de tierras recientemente.
El cono de deyección está a
unos veinte metros a mi izquierda, pero constantemente se oye el sonido de las
piedrecillas rodar montaña abajo, lo que resulta algo inquietante. Espero que
Odín no me hunda en el Utgard con una roca de veinte quintales.
* * *
Teóricamente, hoy es el día en que debería abandonar Lofoten, pero me he
levantado con el convencimiento de que no lo voy a hacer. En lugar de eso,
dirijo mis pasos a recorrer un segmento de carretera que me quedaba por ver, y
que para empezar me ha conducido a Henningsvaer.
El pueblecillo pesquero me
parece genial, y me dedico a perder el tiempo por su puerto. Allí veo una
família de españoles tratando de hacerse una foto de grupo, por lo que me
ofrezco a ayudarles. Son una gente majísima de Almería que están realizando un
viaje muy parecido al mío, pero en autocaravana. Pasamos un buen rato hablando,
me siento muy cómodo en su compañía. Nos partimos de risa analizando las
diferencias entre nuestro país y este, y nos damos algunos consejos mutuamente
sobre lugares a visitar en nuestro viaje de regreso. Nos despedimos con un
hasta pronto, y nuevamente me doy cuenta de que no me he hecho una foto con
ellos. En fin, como siempre.
Prosigo mi ruta, por la carretera 816, no tan transitada como la de ayer,
que me lleva por lugares de ensueño, uno tras otro. Cada pocos kilómetros, a
veces tan sólo metros, debo detenerme para fotografiar algo o simplemente verlo
con más detenimiento. En una de estas paradas, veo un lugar idóneo para
acampar, tiene sitio para dejar la moto sin tener que complicarme la vida, y un
recodo entre los árboles, a unos veinte metros de la carretera, perfecto para
la tienda. El único “pero” que le otorgo es estar encarado al Sur, por tanto no
veré el sol de medianoche. Pero también me aseguro algo más de oscuridad que me
facilitará el sueño. Algunas señales me indican que alguien ya ha pasado aquí
la noche. No, no es el clásico montón de basura que señala algo parecido en
España, tan sólo la hierba aplastada aquí y allá. Esta gente permite la
acampada libre porque no necesitan regulación para eso. Saben cuidar su país y
lo cuidan con devoción. Si se permitiera en mi país, seguro que estaría todo como
palo de gallinero.
Marco el waypoint con la intención de regresar más
tarde, y prosigo mi lento y contemplativo viaje. Pero a medida que avanzo, me
entra una sensación de urgencia. ¿Y si regreso y alguien ya ha puesto allí su
autocaravana? Los buenos sitios van muy buscados. Decido dar media vuelta con
el siguiente plan: montaré la tienda y después me iré a terminar mi vuelta por
las islas. De este modo, dejaré allí clavada mi pica en Flandes para tomar
posesión del lugar. Llego al sitio y por fortuna sigue virgen. En un periquete
monto la tienda, no sin observar la legión de insectos que pulula por mi futuro campamento.
Pero ahora ya es demasiado tarde para volverse atrás. Me voy y... ¿cómo? Claro
que me voy dejando la tienda ahí. Estoy seguro de que si la dejo y vuelvo el
verano que viene aún estará en el mismo sitio. Cuando paro a repostar, la moto
sigue despertando el interés de otros moteros, es curioso: a menudo me
preguntan si soy inglés, por eso de la E en la matrícula. Muchos se quedan
atónitos cuando les indico mi procedencia. Tan al norte sigo siendo un ser
exótico.
Regreso al cabo del día a mi campamento y me dispongo a zamparme la
cena que compré en un supermercado del camino. Me sorprendo tarareando
inconscientemente una cancioncilla absurda, y estallo en carcajadas al darme
cuenta de que estoy cantando “Vella Xiruca”, una antigua canción catalana de
excursionistas. He vuelto a la infancia.
Terminado mi concierto, vienen a recibirme un millón de moscas enanas, tan
pequeñas que apenas las puedo ver, pero sí veo la nubecilla que forman
alrededor mío. Me unto con repelente pero eso tan sólo aleja la nubecilla unos
centímetros. Llego a la conclusión de que no me cabe esperar nada que no sea
sólo la molestia de tenerlas ahí utilizándome como trampolín, pista de aterrizaje,
lugar de paso o zona de juegos. Los bichos sienten curiosidad por todo lo que
tengo, se lanzan sobre cualquier cosa que dejo sobre mi improvisada mesa en una
roca. Al poco, pierden el interés y vuelven a revolotear. Por suerte, sin gafas
distingo mal los detalles pequeños, porque estoy seguro que hoy he
complementado mi dieta con algunos centenares de minimoscas. Me retiro
fnalmente a mis aposentos dispuesto a pasar una noche de acampada libre en
Lofoten. Ahí es nada.
Mi patio trasero |
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