dilluns, 29 de juliol del 2013

Día 24: Liabo – Andalsnes


Km: 218
Siempre hay un momento del día en el que siento una energía especial, es cuando me subo a la moto y recorro los primeros kilómetros. Me siento pleno, con ganas de empezar un día lleno de experiencias y hechos inesperados. Hoy no ha sido diferente, a pesar de que ya noto el peso de las muchas horas y kilómetros sobre la moto. El día parece variable, nubes tormentosas alternan con claros. Un día de verano noruego. Hoy voy a entrar en terreno conocido, pues ya estuve por estas tierras durante un viaje en coche en el verano del 2011. Pero hay algunas carreteras que quiero repetir sobre la moto. Parto en dirección a Kristiansund en busca de la famosa carretera atlántica. Cuando estuve aquí el año 2011 y vi la cantidad de moteros que se daban cita en esta carretera, pensé que algún día iba a venir hasta aquí en moto. Un deseo normal, si no fuera porque entonces yo aún no había comprado mi w800. Para ser sincero, ni tan siquiera tenía moto de carretera. Os confieso ahora que antes de la w800 nunca he tenido ninguna. Provengo del mundillo de las motos de trail-enduro, y mi historial pasa por la Yamaha XT600 que me robó algún hijo de perra, una Honda xr600 y mi actual xr650r, con la que he ido ya tres veces a Marruecos y me he pateado los Pirineos de punta a rabo, además de una siempre recordada ruta de Cabo de Creus a Finisterre. Todo off-road. ¿A qué vino pues ese pensamiento? Ni yo mismo llego a explicármelo, pues ni tan siquiera me había planteado la compra de una moto de carretera. Tal vez tuve una visión, un dejà vu futuro. Solo sé que en ese momento lo tuve clarísimo, iba a volver aquí sobre una moto y recorrería los siete kilómetros sobre puentes y diques saltando de un islote a otro en esta absurda, increíble y famosa carretera.
La primera vez que estuve aquí abordé la carretera desde el Sur y ahora llego por el Norte. No reconozco el camino y tengo la sensación de haberme perdido, por lo que me detengo a consultar el socorrido mapa de papel, que por mucho GPS que haya, siempre me resulta útil. No, al parecer voy en la dirección correcta. Demasiada impaciencia. Al fin consigo llegar a la Atlantic Road, y preparo el gran momento. Tengo a punto la banda sonora adecuada. Me coloco los auriculares y me lanzo a la carretera con los primeros acordes del “Born to be wild”. ¿Una tontería? ¡Ja! Probadlo y veréis. Recorro sus siete kilómetros saludando a todo motero con que me cruzo, me parece ver a mi lado a Peter Fonda y Dennis Hopper con sus choppers. Me detengo en el mismo chiringuito del 2011 a tomar un helado. Juraría que la dependienta es la misma que entonces, aunque yo no me fiaría mucho de mi memoria.
Abandono esta carretera con la convicción de haber cumplido otro hito en este viaje. Voy en busca del siguiente, la Trollstigen. Tengo que pillar un ferry primero, allí la w800 llama la atención de dos tipos que se dirigen a mi. Uno de ellos tuvo una Triumph en sus tiempos y no puede creerse que exista una moto como esta. Me pregunta si el motor también pierde aceite, como las de entonces.
Llegando a Andalsnes el tiempo empeora. La verdad es que me siento bastante cansado. En la gasolinera, primero me olvido la tarjeta de crédito sobre el mostrador. La cajera me la devuelve con una sonrisa, mientras yo culpo al cansancio de mi despiste. Salgo en busca de hotel, el primero de ellos parece abandonado. Lástima porque parecía económico. Salgo de la ciudad en busca del cámping pero en recepción me dicen que está lleno, aunque puedo plantar la tienda si quiero. Visto que las nubes presagian lluvia, declino el ofrecimiento. Además, sinceramente, en un país tolerante con la acampada libre no veo qué sentido tiene utilizar la tienda de campaña en un cámping. Me decido por el único hotel que queda, que descarté en un principio por ser demasiado caro para lo que ofrece. Allí me doy cuenta de que no tengo mi manojo de llaves encima. Tengo una copia de todas ellas, pero prefiero buscarlas. Deshago todo el camino que he hecho desde que las vi por última vez en la gasolinera, pero no las encuentro. Cuando llego a la gasolinera, la cajera me espera con el manojo de llaves en la mano. Me las entrega, aconsejándome que ciertamente, debería descansar un poco. Aprovecho que estoy aquí para darle un lavado a la pobre w800, aun tiene pegada la arenilla de la nefasta carretera de anteayer. Consigo mejorar su aspecto, pero creo que no podré recuperarla del todo hasta que regrese y le haga una limpieza a fondo, pieza por pieza. Se lo merece.

diumenge, 28 de juliol del 2013

Día 23: Overhalla – Liabo


Km: 361
Amanece (ahora si que puede considerarse esto como un amanecer) un día radiante y soleado. La lluvia de ayer parece haberse formado sólo para hacerme pagar mi estupidez. Me parece bien, así se aprende más rápido. Compruebo mi situación en el mapa y me doy cuenta de que por un par de kilómetros, me salté el cruce que quería tomar para conectar con la carretera principal a Trondheim. Si llego a tomarlo, no hubiese encontrado el hotel y vete a saber si hubiera encontrado alguno. Da la sensación de que una vez aplicado el castigo, los dioses del Vallhala se apiadaron de mí.
Igual de resistentes, pero la w800 mola más
La moto vuelve a estar hecha un asco a causa del barro de ese sucedáneo de carretera por el que pasé ayer. Es una arena que se mete por todas partes y se pega al metal como pegamento. La cadena está llena de esa arenilla, lo que seguro que le provocará mayor desgaste. Trataré de encontrar algún sitio donde pueda lavar la moto.
Salgo en dirección a Trondheim con ganas de conducir, pero al poco tiempo me doy cuenta de que el dia puede ser bastante aburrido. La carretera presenta bastante tráfico y la zona está densamente poblada, o eso me parece depués de haber disfrutado de la naturaleza prácticamente desde que salí de Goteborg. Me detengo antes de llegar a Trondheim a comer algo. Me pido una hamburguer como la que se anuncia en el cartel, la más barata. Me cobra bastante más por una hamburguesa mucho mayor. Creo que me han hecho el timo del McDonalds. Si habéis utilizado el “camarero automático” de un McDonalds, después de hacer el pedido siempre te pregunta si quieres el bocata tamaño grande. El camarero humano de hoy ha hecho lo mismo, cuando me ha preguntado si quiero el “hamburguer blablabla”. Cómo tengo más ganas de comer que de pensar, le he dicho que si al hamburguer y he prescindido del “blablabla”,  que sería “grande” en noruego. En fin, ya me vale.
Tenía pensado evitar Trondheim pues me apetece conducir y no recuerdo haber leído nada interesante sobre la ciudad, pero cuando paso por su lado me apetece visitarla. Llego al centro y al parecer hay una especie de festival de música, con Elvis Costello de cabeza de cartel. Hay chiringuitos y un grupo tocando rock para un poco entregado y escaso público. Aún así, hay bastante animación en la ciudad. Con esto quiero decir que hay “gente” en contraposición a “nadie”, como Tromso o Harstad, las otras ciudades que visité; aún así, en mi tierra llamaríamos a esto cuatro y el cabo. A pesar de eso, con tanta movida desconfío de dejar la moto con todos los bultos en plena calle como hice tan tranquilo en Tromso. Aquí veo caretos más sospechosos. Así que doy una corta vuelta, visito la catedral, tomo un par de fotos y decido que la ciudad no es para mi. Mientras la abandono por una céntrica calle me da la impresión de ser un lugar en decadencia. Tal vez sea sólo el color del cristal por que hoy la miro, pero la veo gris y desangelada.
Trondheim me deprime un poco, como todas las ciudades, a decir verdad. La naturaleza me hace sentir pequeño, y aunque a veces es hostil, siempre me considero parte de ella. En cambio, la ciudad me hace sentir insignificante y además nunca he conseguido sentirme parte de una. Abandono Trondheim tan rápido como los límites de velocidad noruegos me permiten, en dirección a Kristiansund. Tengo la suerte de que sea una carretera poco utiizada desde el momento en que se separa de la ruta principal hacia Oslo. Además, me está sorprendiendo muy agradablemente, resulta ser una carretera muy divertida y adornada con excelentes paisajes de montaña y fiordos. ¡Vuelven a haber curvas en el menú!. Es sin duda la sorpresa del día. Hasta consigue que me cambie el sombrío humor que tengo hoy y se dibuje una sonrisa en mi cara. La carretera atraviesa muy pocas poblaciones, por lo que puedo mantener un ritmo alto. Bastante alto, de hecho. ¡Joder, estoy disfrutando como un enano! Si existe algún radar oculto, el peaje de hoy va a ser de escándalo. Me sabe mal por el excelente paisaje que atisbo entre curva y curva, no me equivocaría si dijera que estoy viendo, aunque de reojo, lo mejorcito que he visto desde Lofoten. Pero ahora estamos en pleno juego de curvas mi w800 y yo, y me apetece mucho más esto. Tal vez he desarrollado una especie de tolerancia a la belleza paisajística. He tomado dosis tan altas que ahora dosis menores no me producen el efecto deseado. Aunque recomiendo encarecidamente a cualquiera que pase por aquí y no esté a los mandos de una w800, que se detenga a observar.
Llego a un cruce que debe conducirme a Kristiandsund cuando veo un pequeño motel que me produce muy buenas vibraciones, así que me detengo aquí para pernoctar. Así mañana quizás me tome mi tiempo para terminar de ver el paisaje que rodea esta carretera.

Día 22: Mo i Rana – Overholla



Km: 402

Bajo a tomar el desayuno y allí está la encantadora Lyn deseándome los buenos días con su peculiar acento. Tras desayunar, subo a mi habitación y saludo a Lyn que está pasando el aspirador por el pasillo. O bien han clonado a esta chica (lo que desde luego no sería ningún desperdicio) o está ella sola llevando todo el establecimiento. Cuando llega la hora de abandonar el hotel, me encuentro, cómo no, con Lyn en recepción. Allí me recuerda la promesa que le hice el día anterior, sobre qué lugares debe visitar en su, gracias a mi insistencia, programada visita a España. Incluso saca un pequeño bloc para apuntárselo. Nos estamos un rato más hablando sobre cualquier cosa, ella para practicar su castellano y yo para seguir oyendo su dulce acento. Me despido asegurándole que es un encanto, a lo que me responde que yo también. Para qué os lo voy a negar, eso hace que mi día cambie a mejor.
Inicio mi ruta con la intención de tomar una carretera secundaria que me recomendó Edward. Por lo visto voy al encuentro de un fiordo poco conocido y espectacular. También tendré ocasión de llegar por ahí a una zona de la costa que es otra maravilla, pero en un punto en donde habré de tomar un sólo ferry. En la preparación del viaje, consideré esa ruta por las referencias que leí sobre ella, pero los 7 u 8 ferrys que hay que tomar me hicieron desistir. Pero lo que me decide a dar lo que en principio es un rodeo que me retrasará un día es que Edward me aseguró que para cuando llegara al ferry que debo tomar al final, habré visto al menos diez alces. Aparte del difunto que vi en Suecia, no he podido ver ninguno y tengo muchas ganas de ver en su ambiente a este imponente herbívoro. Para ello debo desviarme de la E6 y tomar una carretera secundaria. Decido repostar en la última gasolinera antes de meterme en el berenjenal. Mientras reposto, llegan dos motos con una matrícula conocida. “¿Dando una vueltecita?” les pregunto. Son un padre y su hijo, sobre una Súper Teneré y una XTZ respectivamente. No está mal llegar hasta aquí con un sólo cilindro. Mientras hablamos sobre nuestras distintas experiencias en este país, un caballero me advierte que una anciana ha encontrado una cartera que podría ser mía. El amigo madrileño pone cara de “tienes un marrón”, pero yo sé que no. Agradezco a amabilidad del caballero y me dirijo a la cajera de la estación de servicio preguntando si alguien le entregó una cartera extraviada. Pregunta por mi nombre y al coincidir con la cartera encontrada, me la entrega. Evidentemente, todo: tarjetas y dinero, están ahí. Deberé tener más cuidado, cuando salga de Escandinavia, un incidente como este puede ser muy grave. Me despido de los madrileños, envidiando su rumbo, pues van hacia el Cabo Norte.

Enfilo la carretera de los alces, Edward tiene razón en lo del fiordo, pero falla estrepitosamente con lo de los alces. No consigo ver ni uno a pesar de que hago muchos tramos de la carretera a paso de tortuga para poder fijarme en la zonas pantanosas que atravieso y por donde suele moverse este animal. Llego a tiempo para tomar el ferry.
Al desembarcar en la otra orilla, una lengua de niebla proveniente del mar lo invade todo. No me impide la visibilidad para conducir porque se mantiene a unos metros sobre el suelo, en un curioso efecto visual. Junto con la filtrada luz solar, dan al entorno un aspecto fantasmagórico, pero me impiden observar el paisaje del que solo obtengo la visión de sombras fugaces.
Prosigo mi avance en estas condiciones hasta que la carretera deja la costa, momento en que la niebla desaparece. No obstante, al remontar las montañas que se alzan ante la costa, la niebla se convierte en densos nubarrones que presagian tormenta. Tengo ante mi un cámping, tiene buen aspecto y no hay muchos campistas, pero decido contiuar para tratar de recuperar el tiempo perdido tratando de ver a los esquivos alces. Tengo, no obstante, la sensación de estar cometiendo un error. Ya es hora de parar, aún así, sigo adelante.
Caen las primeras gotas, por lo que me detengo a ponerme mi segunda piel en este viaje: el traje de lluvia. Preparo el equipaje para lo que se me está viniendo encima, anunciado por un precioso arco iris doble que no consigo fotografiar porque cae sobre mi el diluvio universal. En este momento recuerdo las palabras de los madrileños, que aseguran no haber visto un sólo día de lluvia en todo el camino. Hacia el Norte luce el sol, o sea que también se están perdiendo éste. Yo no. Yo no me pierdo ni uno.
Avanzo con cuidado por esta estrecha carretera de firme irregular cuando caigo en la cuenta de que no he atravesado población alguna ni visto a nadie desde hace un buen rato, tan solo un par de autocaravanas que adelanté hace ya algunos kilometros. Me siento en terrirorio apache. De vez en cuando un cartel anuncia un cámping, pero cada vez que sigo la indicación llego a un lugar abandonado. Realmente estoy en otra Noruega, una que existe fuera de las rutas principales, en donde las infraestructuras brillan por su ausencia o bien se han hundido en la miseria por falta de público. Aquí solo estoy yo.
Oscurece, en estas latitudes, un poco más. Junto con las nubes, la oscuridad es suficiente como para dificultarme la conducción. Llego a una zona de obras cuyo aspecto me remite a una maldita carretera sueca en Kiruna. La carretera desaparece, dando lugar a una pista forestal embarrada, llena de baches y piedras. Avanzo trabajosamente, con lentitud. Empiezo a cabrearme, el sudor por el esfuerzo del lento avance provoca que se empañen mis gafas y mi visera. No veo ni torta, así que de un manotazo abro mi visera y recibo toda la lluvia en la cara. Tras varios kilómetros en estas condiciones, pienso en que en cada viaje hay algún día en que se pilla. El mío puede ser éste. Me detengo a valorar mi situación: llueve, es tarde, estoy en una maldita pista forestal que dicen que es una carretera, el siguiente pueblo digno de ese nombre a setenta kilómetros, la moto está hecha una mierda y estoy muy cabreado. ¿Que si voy a pillar? ¡No, coño, ya estoy pillando! Envío un mensaje a la familia: todo va bien. No va a cambiar nada el que sepan en qué situación me encuentro. Al menos tengo algo de cobertura. En este mometo pasan las dos autocaravanas que adelanté anteriormente cuando el firme era de asfalto; malo pero asfalto. El conductor me saluda y hace hace un signo con la mano como alegrándose de no estar en mi pellejo. Intento calmar mis ánimos. Estoy cabreado, pero me doy cuenta de que en realidad estoy cabreado conmigo mismo, porque estoy aquí por culpa de haber tomado las decisiones equivocadas, por mi estupidez y prepotencia. Debí haber parado en ese cámping.
A veces demuestro tener una absoluta falta de sentido común. Aunque bien mirado, si hubiera tenido sentido común no me hubiera lanzado a un viaje como este. Tendré que averiguar dónde se encuentra la bisectriz que separa la osadía de la estupidez.
Tras un buen rato de suplicio, la carretera recupera su asfalto y parece que llego nuevamente a la civilización. A los pocos kilómetros veo las luces de un hotel. Cuando llego a él, lo encuentro extrañamente concurrido. Hay gente en las terrazas, elegantemente vestida y con copas en la mano. Cuando entro en el vestíbulo, una chica deja escapar una exclamación, como si hubiera entrado la Cosa del Pantano. Decido ignorarla antes que echarle un exabrupto porque admito que mi aspecto, con el traje de agua embarrado y cara de pocos amigos no es la mejor carta de presentación. Llego a un salón donde un grupo está tocando una especie de rockabilly cutre y un montón de gente bailando entre las mesas. Mierda. Estoy en una boda. El único hotel en millas a la redonda, y hay una boda. Consigo gritar algo más que el del rockabilly para preguntarle al camarero si queda alguna habitación, aunque sé la respuesta. Subo a la moto con el cabreo convertido en resignación y decidido a llegar a Namsos, o a Trondheim si hace falta. Veo que ha dejado de llover, justo en el momento en que encuentro un hotel. No hay boda. Salvado.

dissabte, 27 de juliol del 2013

Día 21: Bodo – Mo i Rana


Km: 260
Amanece (es un decir) otro día soleado, y eso siempre es noticia. Mientras preparo la moto, veo en el escaparate que tengo enfrente de mi una guitarra Rickenbacker 330 por menos de 600 euros. No puedo dar crédito a mis ojos. Si es cierto, me la compro y hago que me la envien a casa. Lo tiene todo, el color sunburst, las pastillas tipo “tostadora” y el nombre escrito en el clavijero, con esa especial tipografía: Rockinbetter. ¡La madre...?! ¡Un Trolex de seis cuerdas!
Regreso a la Tierra mientras valoro las opciones que tengo: bordear la costa, en un espectacular recorrido encadenando fiordos, lo que supone tomar 7 u 8 ferrys, o bien tomar la via rápida siguiendo la E6 por el interior. Deduzco que la ruta por la costa puede requerir 2 días por o menos, eso teniendo suerte con los horarios de los ferrys. Elijo por una vez la via rápida. Debo estar perdiendo fuelle. Lo que se supone debería ser una etapa de puro trámite se convierte en una interesante ruta atravesando un paisaje alpino. Me dicen que estoy en los Alpes y me lo creo. Conduzco la w800 con suavidad, enlazando curvas, me lo estoy pasando en grande. Cada vez me siento más integrado con esta moto, su prodigioso par es ideal para rutear por este país. Creo que Noruega y mi w800 se entienden a la perfección. A los pocos kilómetros, me queda claro que me acerco a la Noruega de los grandes fiordos. A partir de ahora todo será monumental, faraónico, a otra escala.

Me apetece detenerme a tomarme un softis, un helado de leche de por aquí que he convertido en una de las bases de mi alimentación, así que como siempre, sigo mi instinto y me desvío de la carretera principal. Voy a parar a un pueblecito llamado Rognan. Los pueblos más pequeños de por aquí se limitan a grupos de casas, como una de nuestras urbanizaciones pero sin vallas que separen los jardines de las casas. No hay prácticamente servicios, no hay tiendas, nada. A veces un pequeño supermercado en la gasolinera, si la hay. Luego hay otros núcleos mayores que aglutinan varios servicios en una especie de centro comercial disperso que suele estar en lo que los lugareños llaman “sentrum”. Por eso, aquí se usa la bici o el coche para todo y los pueblos tienen aspecto de estar desiertos. Rognan es del segundo tipo. En el centro, encuentro un lugar donde venden softis, me pido uno y en el momento de pagar, la chica me comenta que muy a pesar suyo, no pueden aceptar mi tarjeta, sólo aceptan las de Noruega. Empezamos mal, aunque ya estaba avisado de que en algunos sitios podía suceder eso. A mi pregunta de si eso es la norma en esta parte del país, me dice algo sobre que es un problema de terminales y me suelta una parrafada de la que no entiendo ni jota porque he dejado de prestarle atención. Hasta ahora me he movido sin una corona en el bolsillo, siempre funcionando a base de tarjetas excepto en el bar de un ferry que me pusieron similares pegas. Me indica la situación de un cajero automático y me dice que puedo llevarme el helado siempre que regrese, claro. Qué confianzas. No me apetece caminar con el helado, que prefiero tomarme sentadito, así que le pido que me lo guarde bajo cero y voy a retirar algunas coronas. El pueblo resulta muy poco agraciado, esta vez mi instinto ha fallado estrepitosamente. Pienso en que si bien mi pueblo es un muermo, vivir aquí debe ser más aburrido que dirigir el tráfico en el Mato Grosso. O tal vez tengo un mal día.

Reemprendo la marcha por la carretera, que ya lleva un tiempo siguiendo el curso de un río de aguas transparentes. Aquí es uno de cientos, pero un río como este en España sería más sagrado que el Ganges. Si algo les sobra aquí es agua. No puedo quitar la vista del río, que me está invitando cada vez con más insistencia a que me remoje los pies en sus heladas aguas. Encuentro el recodo perfecto para mis abluciones y me detengo. El agua está tan fría que duele, pero resulta de lo más reconfortante.

Sé que estoy cerca de atravesar el Círculo Polar Ártico, que marca el límite desde el que se puede observar el Sol de Medianoche. Finalmente lo alcanzo, todavía recuerdo la emoción que sentí en Jokkmokk cuando lo aravesé de subida. Ahora es distinto, me envuelve una atmósfera de tranquila tristeza. Como siempre, en el sitio han montado un chiringuito en donde se venden souvenirs de turistilla. Es de lo más estúpido, pero todos acabamos picando, yo incluído. Nada más llegar, se me acerca una pareja de holandeses, sorprendida de ver un español en tierras tan septentrionales. Mi amigo Salva, que conoce bien Holanda, me dijo una vez que de holandeses hay de dos tipos: los simpáticos y los antipáticos. No hay término medio. Este es de los simpáticos. Hablamos un buen rato y terminamos, como siempre, con  la crisis. Ya somos más famosos por eso que por cualquier otra cosa. Al parecer, en Holanda se están cometiendo los mismos errores inmobiliarios que nos han llevado al desastre.

Por aquí todo el mundo está de subida, moteros y caravaneros. Siento envidia. Un alemán que, cómo no, está subiendo al Cabo Norte con su BMW, también se dirige a mi para preguntarme por mi viaje. Me comenta que en Francia y Alemania una ola de calor está barriendo la zona con temperaturas de hasta 40 grados. Con noticias como esa, aun tengo menos ganas de regresar. Atravesar ese horno forrado de cordura va a ser un suplicio.
Es curioso, pero desde Lofoten, mi necesidad de socializar ha disminuido notablemente. No es que me haya convertido en un anacoreta, es sólo una cuestión de intensidades. Recuerdo que en muchas ocasiones solía ser yo quien iniciaba la conversación, ahora ya no siento ese impulso. Creo que tiene que ver con el sufrimiento. Pasé tan malos ratos circulando bajo la lluvia que tenía la necesidad de sentirme acompañado. Pero con el buen tiempo, en Lofoten tuve suficiente con el paisaje, mi moto y yo. Pero ahora es la gente la que se dirige a mi espontáneamente, de algún modo, llamo la atención. No se si mi doctorado en moterología adquirido en el cabo norte se difunde a través de mi piel como un áura, que atrae viajeros como la luz a las polillas.

Enfilo de nuevo la moto rumbo a Mo i Rana, un curioso nonbre para una ciudad. De pronto, diviso un puente de madera que atraviesa el río. Se accede a él dejando la carretera. No sé lo que me atrae del sitio, pero decido dar la vuelta y detenerme para sacar unas fotos de la moto sobre el puente. Me entretengo un rato con las fotos hasta que aparece un tipo en una yamaha TT. Tomándolo por un motero, le pregunto si está seguro de que ese es el camino correcto. Me contesta que sí, que él vive aquí, siguiendo el camino de tierra un kilómetro, bosque adentro.
Hablamos un momento sobre mi moto y de su trabajo para el ferrocarril minero de la zona cuando de repente me suelta si quiero ir a tomar un café en su casa. Valoro rápidamente la situación. Puede ser un psicópata que pretende salarme y alimentarse de mi en el largo invierno o tal vez estoy en una de esas curiosas oportunidades que sólo aparecen en un viaje como este. Decido ser positivo y otorgar al tipo un voto de confianza. Avanzamos con las motos hasta llegar a un cruce de vías, en medio de la nada, donde tiene su cabaña el bueno de Edward. Cabaña es un decir, pues tiene hasta internet de fibra óptica. Tomamos ese café en su casa mientras me cuenta que fue él mismo quen pidió ese trabajo tan alejado de todo por varias razones. Le encanta la naturaleza y está excelentemente pagado, por la compañía minera y por el estado. Además, trabaja una semana y la siguiente se va su casa. Lo malo son los ocho meses de invierno, los 20 bajo cero que se alcanzan en ese período y los dos metros de nieve que debe sacar a golpe de pala cada poco tiempo. Dice haber recibido pocas visitas en los últimos cinco años, la mía y la de unos tipos que no aceptaron su invitación a café. Tras ellos llegó la policía buscándolos: acababan de atracar un banco. Edward es un tipo especial. Vive aquí solo la mitad del año, pero es un tipo extremadamente sociable. Tal vez le ocurre lo mismo que a mí, es tanto más sociable cuanto más aislado se encuentra.
Me siento tan a gusto en compañía de este ermitaño voluntario que no es hasta dos horas después que me levanto para irme. Intercambiamos correos, y esta vez sí, también fotos. Me voy del sitio con una sonrisa imborrable en la cara. Esta si que ha sido buena.

Finalmente llego a Mo i Rana. En principio, debería seguir hasta encontrar un motel que me ha recomendado Edward, pero ya que estoy aquí, haré una visita relámpago a la ciudad.
Los tracks que sigo generalmente terminan en algún lugar del centro de la ciudad. Cuando voy de paso, ignoro ese punto y rodeo la población para encontrar el siguiente track. Esta vez me pica la curiosidad por saber adonde me lleva. Acabo en una barriada vecinal, prácticamente en el patio de atrás de unos noruegos que no acaban de creerse que aparezca un motero en su jardín. Pero por el camino, me parece haber visto un hotel económico. Me equivoco en lo de económico pero no en lo de hotel. Una vez dentro, tengo la ocasión de conocer a Lyn, una niña que se dirige a mi en un español con acento sudamericano y toques de noruego que le queda de lo más gracioso. Al parecer, lo aprendió en un voluntariado en Bolivia. Suena tan dulce que me dan ganas de llevármela a casa. Que no, que lo digo por lo de dulce. No, no le he echado el anzuelo, si os digo que es una NIÑA. Anda ya, que tenéis menos sensibilidad que un hipopótamo en celo...

dijous, 25 de juliol del 2013

Día 20: Skokkelvika – Bodo


Km: 107
Me levanto después de una noche agitada, me he despertado cien veces pero no obstante me siento descansado por haber dormido más de ocho horas, creo yo que por vez primera desde que empecé este viaje. El mero hecho de  despertarse aquí es una experiencia inenarrable.
Quien me conoce ya sabe que mi humor no mejora hasta que llevo despierto quince o treinta minutos, pero aquí, se me dibuja una sonrisa en la cara al primer minuto. Me dispongo a tomarme el desayuno sentado en mi roca preferida observando como el sol arranca reflejos del agua que circunda los numerosos islotes que componen esta franja de costa que es hoy mi casa. Desmonto el campamento con pereza, se que hoy voy a abandonar Lofoten y malditas las ganas que tengo. Por alguna razón, tengo la impresión de que aquí es donde termina realmente mi viaje, el resto va ser sólo la paja sin el grano, las canciones de relleno del CD. La obra maestra ya está hecha. Decir eso cuando queda Geiranger, Trollstigen y la Atlantic Road puede parecer una osadía, pero yo ya he estado en esos lugares, tan sólo tengo interés en repetirlos sobre la moto. Y según como vaya de tiempo y dinero, puedo prescindir de alguno. Más allá de Noruega, sólo me queda el descenso hacia el Mediterráneo, a no ser que me queden fuerzas, ganas e intendencia para acercarme a los Alpes. De todos modos, siento el final cerca. Me aproximo a la orilla del mar y me pongo la canción recurrente en este viaje, “An ending” de Brian Eno. La conjunción del maravilloso paisaje, el arte de Eno y mi sensación de apoteosis provocan que mis ojos se humedezcan, y lo digo sin rubor alguno. Una parte de mi corazón va a quedarse en esta franja de costa entre Senja, Andoya y Lofoten.

Monto en la moto con ese cúmulo de sensaciones, teniendo bien claro que voy a perder el ferry de las 14 h hasta Bodo. Por una parte excelente, porque me va a permitir disfrutar tranquilamente del camino hasta Moskenes, por otra, sé que no sale otro hasta las 19:30, lo que significa que llegaré a Bodo a las 23:30. Eso complicará la búsqueda de alojamiento. Decido que me importa un bledo, en todo caso, volveré montar mi tienda en cualquier parte. Me detengo en Moskenes para saborear otra hamburguesa de pescado en el mismo sitio en que ayer una gaviota la compartió conmigo, para después dejar la moto en la cola del ferry y prepararme para una larga espera mientras escribo este relato.

Cuando el ferry zarpa, me dirijo a cubierta desde donde puedo observar por última vez Lofoten. Son muchos los pasajeros que deambulan por aquí, apuntando con sus cámaras a todas partes. Me fijo en que no miran nada que no sea a través de sus objetivos, disparan y apartan la vista hacia otro lado. Yo tan sólo puedo mirar. Observo a otro pasajero, la mirada perdida en su propia ensoñación. Este es de los míos. No tengo ganas de hablar con nadie, ni de ver a nadie. Me doy la vuelta y dejo pasar el tiempo apoyado en la borda, esperando la visita del sol de medianoche en todo su esplendor. Estoy aquí, de pie, mientras dejo que el horizonte y Lofoten se fundan, en la lejanía.



 
Bueno, quería salir en la foto

Día 19: cerca de Skokkelvika, Lofoten



Km: 197

Si, todavía estoy en Lofoten. Me resisto a marcharme. Es medianoche, y estoy acampado en algún lugar cerca de un pueblo llamado Skokkelvika. El silencio es absoluto, sólo turbado por el paso de algún vehículo o el grito subhumano de alguna gaviota lejana. Estoy en acampada libre, permitida en este país. Estoy completamente incómodo y completamente feliz. Ante mi, un paisaje por el que en mi tierra matarían, a mi espalda una montaña me impide observar el sol de medianoche, pero no sus efectos. La claridad es total. La montaña se alza imponente justo tras de mi, en un ascenso casi vertical. Al parecer ha sufrido un corrimiento de tierras recientemente.
El cono de deyección está a unos veinte metros a mi izquierda, pero constantemente se oye el sonido de las piedrecillas rodar montaña abajo, lo que resulta algo inquietante. Espero que Odín no me hunda en el Utgard con una roca de veinte quintales.


                                                            *  *  *

Teóricamente, hoy es el día en que debería abandonar Lofoten, pero me he levantado con el convencimiento de que no lo voy a hacer. En lugar de eso, dirijo mis pasos a recorrer un segmento de carretera que me quedaba por ver, y que para empezar me ha conducido a Henningsvaer.
El pueblecillo pesquero me parece genial, y me dedico a perder el tiempo por su puerto. Allí veo una família de españoles tratando de hacerse una foto de grupo, por lo que me ofrezco a ayudarles. Son una gente majísima de Almería que están realizando un viaje muy parecido al mío, pero en autocaravana. Pasamos un buen rato hablando, me siento muy cómodo en su compañía. Nos partimos de risa analizando las diferencias entre nuestro país y este, y nos damos algunos consejos mutuamente sobre lugares a visitar en nuestro viaje de regreso. Nos despedimos con un hasta pronto, y nuevamente me doy cuenta de que no me he hecho una foto con ellos. En fin, como siempre.

Prosigo mi ruta, por la carretera 816, no tan transitada como la de ayer, que me lleva por lugares de ensueño, uno tras otro. Cada pocos kilómetros, a veces tan sólo metros, debo detenerme para fotografiar algo o simplemente verlo con más detenimiento. En una de estas paradas, veo un lugar idóneo para acampar, tiene sitio para dejar la moto sin tener que complicarme la vida, y un recodo entre los árboles, a unos veinte metros de la carretera, perfecto para la tienda. El único “pero” que le otorgo es estar encarado al Sur, por tanto no veré el sol de medianoche. Pero también me aseguro algo más de oscuridad que me facilitará el sueño. Algunas señales me indican que alguien ya ha pasado aquí la noche. No, no es el clásico montón de basura que señala algo parecido en España, tan sólo la hierba aplastada aquí y allá. Esta gente permite la acampada libre porque no necesitan regulación para eso. Saben cuidar su país y lo cuidan con devoción. Si se permitiera en mi país, seguro que estaría todo como palo de gallinero.

Marco el waypoint con la intención de regresar más tarde, y prosigo mi lento y contemplativo viaje. Pero a medida que avanzo, me entra una sensación de urgencia. ¿Y si regreso y alguien ya ha puesto allí su autocaravana? Los buenos sitios van muy buscados. Decido dar media vuelta con el siguiente plan: montaré la tienda y después me iré a terminar mi vuelta por las islas. De este modo, dejaré allí clavada mi pica en Flandes para tomar posesión del lugar. Llego al sitio y por fortuna sigue virgen. En un periquete monto la tienda, no sin observar la legión de insectos que pulula por mi futuro campamento. Pero ahora ya es demasiado tarde para volverse atrás. Me voy y... ¿cómo? Claro que me voy dejando la tienda ahí. Estoy seguro de que si la dejo y vuelvo el verano que viene aún estará en el mismo sitio. Cuando paro a repostar, la moto sigue despertando el interés de otros moteros, es curioso: a menudo me preguntan si soy inglés, por eso de la E en la matrícula. Muchos se quedan atónitos cuando les indico mi procedencia. Tan al norte sigo siendo un ser exótico.
Regreso al cabo del día a mi campamento y me dispongo a zamparme la cena que compré en un supermercado del camino. Me sorprendo tarareando inconscientemente una cancioncilla absurda, y estallo en carcajadas al darme cuenta de que estoy cantando “Vella Xiruca”, una antigua canción catalana de excursionistas. He vuelto a la infancia.

Terminado mi concierto, vienen a recibirme un millón de moscas enanas, tan pequeñas que apenas las puedo ver, pero sí veo la nubecilla que forman alrededor mío. Me unto con repelente pero eso tan sólo aleja la nubecilla unos centímetros. Llego a la conclusión de que no me cabe esperar nada que no sea sólo la molestia de tenerlas ahí utilizándome como trampolín, pista de aterrizaje, lugar de paso o zona de juegos. Los bichos sienten curiosidad por todo lo que tengo, se lanzan sobre cualquier cosa que dejo sobre mi improvisada mesa en una roca. Al poco, pierden el interés y vuelven a revolotear. Por suerte, sin gafas distingo mal los detalles pequeños, porque estoy seguro que hoy he complementado mi dieta con algunos centenares de minimoscas. Me retiro fnalmente a mis aposentos dispuesto a pasar una noche de acampada libre en Lofoten. Ahí es nada.
Mi patio trasero


dimarts, 23 de juliol del 2013

Día 18: Lofoten


Km.: 297
Esta vez tengo que cambiar el estilo de mi crónica. Normalmente escribo en presente, como si todo sucediera en ese momento, explicando mis vivencias conforme van sucediendo, suele existir un inicio, un punto de partida, y un final, un destino. Pero hoy no tiene mucho sentido hacerlo así. Me he dado una vuelta por Lofoten, he llegado hasta el punto en que ya no hay más carretera, y he vuelto al origen, como un apéndice fractal del propio viaje. Tenía un par de rutas marcadas en el GPS para ir y volver, pero he hecho lo que me ha dado la gana, cuando me ha dado la gana. En cierto modo, asi he funcionado todo el viaje, pero hoy lo he elevado a la categoría de arte y es porque el entorno no pide otra cosa. Para que os hagáis una idea, he tardado más de nueve horas en llegar al último pueblo, A. No, no es un error, se llama A. Es el primer pueblo del mundo.
La gente de por aquí es de pocas palabras, porque no muy lejos de A está el pueblo de Bo. Me imagino una conversación entre vecinos:
--Hola Roald, ¿Qué haces?
--Vengo de A, voy a Bo.
Fin de la conversación. Pero tiene sentido en el Ártico, si fuera como en mi tierra, “vengo de Sant Joan de Vilatorrada y voy a Sant Salvador de Guardiola” antes de la S de Salvador tendríamos un muerto por hipotermia.
Pero volvamos a lo nuestro. Desde que he salido de Svolvaer hasta que he vuelto más de once horas después, he circulado por estas carreteras con una sonrisa de bobo en la cara. Son unos ciento veinte o ciento cuarenta quilómetros hasta A, eso da una media que no llega a los 20 km/h, pero es que he parado cientos de veces a hacer fotos, vídeos, embobarme, lo que fuera. No soy de hacer muchas fotos, no solo en este viaje, sino en cualquiera. Aparte de exhibir una total falta de talento para la fotografía, hace tiempo que me he dado cuenta de que me refrescan más la memoria los vídeos. Me hacen recordar más las sensaciones que tuve en tal o cual momento, por esta razón uso más el vídeo. Aunque tampoco en este viaje, todo hay que decirlo. Un viaje en solitario no es la mejor ocasión para sacar el Spielberg que llevamos dentro. En el peor de los casos, habría un solo protagonista, en el mejor, ninguno.
Pero aquí, en Lofoten, le das una cámara a un chimpancé y te saca fotos de concurso. El único que no supera al chimpancé soy yo. No sé hacer fotos y ya está. Soy incapaz de mejorar lo que veo, generalmente lo empeoro. Sólo me llevo un par de recuerdos y listos, nunca son dignas de enseñar a nadie. Así que a pesar de haber hecho hoy tantas fotos como en todo lo que llevo de viaje, son pocas para el lugar en que estoy. Por una cuestión de respeto, mayormente. Si no le voy a hacer justícia a lo que veo, mejor no lo toco. Aún así, hasta yo me animaba hoy a hacer fotos. “Joder, si va a salir sola” pensaba.

En fin, que se supone que esperáis que os describa Lofoten, pero tendréis que perdonarme. No tengo epítetos suficientes, se me acaban las palabras que significan sublime, bello, maravilloso, hermoso, de  ensueño. Tal vez en noruego las tengan, dado que esto es suyo y en algún momento tienen que describirlo. Pero no sé noruego, y soy demasiado torpe para intentarlo en castellano. A ver, ¿cómo le explicáis a alguien que no ha tenido un orgasmo en su vida, lo que es un orgasmo? Aparte de compadecerle, le explicaréis que si no lo experimenta por si mismo no va a entender nada.
Nota del Escritor: deliberadamente he utilizado el género masculino para describir el ejemplo. Si hubiera utilizado el femenino, la respuesta hubiera sido “ven, que te lo enseño” y ya deja de valerme como ejemplo. Y me niego al desdoblamiento de géneros tan en boga actualmente de “ciudadanos y ciudadanas, ciudadanitos (aquellos de menos de 1,50m) ciudadanazos (de más de 120 kg)” y otras chorradas que han puesto de moda los mediocres de nuestros políticos. El idioma es el que es, y si no te gusta hay otros, pero no te pongas en ridículo. Yo no me pondré nunca cabezón para que me llamen “persono”. 

Bueno, basta ya de irme por las ramas. ¿Qué es Lofoten? Pues un orgasmo para la vista, eso es lo que es. Un éxtasis retiniano, el subidón pupilar perfecto. Además, Odín se ha apiadado de mi y me ha regalado con el mejor día de sol que he tenido en todo el viaje. Las únicas nubes que he visto sólo estaban allí para embellecer aun más el lugar. Tan agradecido estaba que incluso he parado en Borg para ver el museo dedicado a sus acólitos, los vikingos. ¿Que si vale la pena? Ya estamos con lo de siempre, a mi me gustan los vikingos, así que si, me ha valido la pena. Otro pensará que es otra chorrada para sacar pasta a los guiris. Qué le vamos a hacer si a mi me gustan las mismas cosas que me gustaban de crío. Me gustan los dinosaurios, los submarinos, las exploraciones polares y los vikingos, los indios americanos y la ciencia-ficción. Los que me apoyan dirán que siempre he tenido las ideas muy claras, mis detractores opinarán que soy un crío inmaduro.

En fin, que no os voy a contar nada más de Lofoten porque no lo entenderíais. Tan sólo os recomiendo que al menos una vez en la vida vengáis a ver esto. Hay muchos lugares maravillosos en Noruega, pero en ninguno tienes 250 km de una maravilla tras otra. Si se pudiera elegir el tipo de paraíso al que querríamos ir cuando nos llegue la hora, yo elegíría pasear en mi w800 por Lofoten. Para toda la eternidad. Hoy he dejado el equipaje en el hotel y hemos salido con lo puesto, la w800 y yo. Aunque acepta sin rencor toda la carga que le meto, esta moto se disfruta plenamente así, a pelo. Es una moto que ha nacido con un único propósito, ser hermosa. No tiene nada más, sólo belleza.
Por eso hoy estaba en el entorno perfecto para ella. Porque la vuelta ha sido un éxtasis de moto. Durante la ida, sólo tenía ojos para el paisaje, así que he ido pisando huevos todo el rato. A pesar de eso, en más de una ocasión he estado a punto de empotrarme en una autocaravana, es lo peligroso de sumar los paisajes de Lofoten con sus estrechas carreteras. Pero en la vuelta, me he desquitado. Sin apartar la vista de la carretera, he disfrutado plenamente del placer, de la sensación de libertad que solo una moto puede darte, y que esta kawasaki w800 te da mejor que cualquier otra. Ha sido uno de los paseos en moto más hermosos, intensos y espectaculares que he hecho en mi vida, lo recordaré hasta mi última neurona. Gracias Lofoten. Gracias w800.

Ahora os dejo con las fotos del chimpancé...



El chimpancé

Un amigo gorrón. Se me llevaba el bocata!