dimecres, 30 d’octubre del 2013

Epílogo


Ha pasado ya un tiempo desde mi viaje al Cabo Norte, cerca de tres meses. Hubiera querido escribir este epílogo mucho antes, nada más llegar, aunque me ha sido imposible, puesto que lo que ha sucedido tras mi llegada no ha sido más que una necesaria inmersión en el trabajo, y el encontronazo con la triste realidad que vive mi país. Tal vez sea mejor así, pues este paréntesis temporal y el hecho de estar sumergido en un ambiente completamente distinto a lo que fue el viaje me proporciona una perspectiva más cercana y alejada de idealizaciones poco realistas.
A lo largo de estos días he disfrutado de fugaces imágenes, de ocasionales bocanadas de aire fresco en medio de la mencionada inmersión, que me transportaban de nuevo a las estrechas carreteras noruegas atravesando paisajes de ensueño o perdido en los interminables bosques de Suecia. Todo eso vuelve ahora mientras estoy sentado frente al mismo netbook, en soledad, escuchando la misma música con la que me hacía acompañar mientras escribía este blog más allá del círculo polar ártico. Ante mí vuelven a desfilar las imágenes, vuelvo a sentir los olores, las sensaciones, se me aparecen los rostros de aquellos con quienes me crucé en determinados momentos de mi viaje. Para ellos tan sólo fui un acontecimiento fugaz, pero para mí fueron tan esenciales como el propio paisaje. Vivo esos recuerdos como el anciano que recuerda su juventud, abrazando las sensaciones de los momento vividos con intensidad, pero con la melancólica certeza de que no regresarán. Es un buen momento para recordar.
He estado alejado sólo unas semanas, pero en mi fuero interno ha sido mucho, mucho tiempo. Tal vez sea así porque siento que no he regresado al mismo punto del que partí. No sé exactamente lo que me ha aportado el viaje, pero las personas que más me conocen me confiesan que aprecian ciertos cambios. Yo también los aprecio. Ha mejorado mi perspectiva de lo que es importante, de quién es importante en mi vida, de lo que vale la pena. Eso me obliga, en la medida de lo posible, a obrar en consecuencia.
Rememorando mis propias palabras al inicio de este blog, quizá fui demasiado exigente con lo que este viaje podía aportarme, ni más ni menos que encontrar las preguntas adecuadas cuya respuesta diera sentido a mi existencia, pasada y futura. Sin lugar a dudas, estaba siendo injusto con un viaje aun por empezar. En ese momento me pareció algo interesante que escribir y además sonaba bien. A pesar de no tener la certeza de que eso fuera a suceder, albergaba secretas esperanzas de que así fuera. A medida que el viaje transcurría, no estaba seguro de estar alcanzando el grado de trascendencia que pretendía. De hecho, en numerosas ocasiones a lo largo de mi recorrido por solitarias carreteras me preguntaba si realmente estaba averiguando cuáles eran esas preguntas. Estaba demasiado ocupado en la conducción como para pensar en esas cosas. Además, la mayor parte del tiempo en que anduve vagando por esas tierras lejanas no pensaba en otra cosa que en la inmediatez, vivía por completo en el presente. Eso me impedía, o al menos así lo pensaba, llegar a conclusión alguna. No me daba cuenta de que precisamente así era como estaba llegando al fondo de la cuestión, de mis inquietudes y de la tan anhelada trascendencia.
Varias veces, al charlar con quienes me encontré por el camino, me hicieron la misma pregunta:
--¿Viajas en moto, en solitario, hasta el Cabo Norte? Debe ser algo muy duro, ¿no?
A lo que yo respondía, invariablemente:
--En ocasiones lo es, pero estoy disfrutando cada minuto. Vale la pena.
Sentía, al decir estas palabas, que estaba siendo completamente sincero, puesto que así era. Disfrutaba de cada minuto del viaje, de cada conversación, de cada silencio, de cada paisaje, de cada tormenta, del cansancio, de la incertidubre, de la tristeza al partir de algún lugar entrañable, de la alegría de llegar a otro lugar desconocido y lleno de atrayentes incógnitas. Cada contratiempo no era más que una puerta a nuevas sensaciones y nuevas posibilidades.
No sé exactamente cuando fue, si en un momento concreto circulando por las carreteras suecas, abandonando ya Escandinavia, o si la pregunta estuvo forjándose en mi mente a lo largo del viaje, pero en un instante de lucidez me dí cuenta de que había hallado lo que buscaba. No se trató de ninguna iluminación, ni revelación alguna. Fué, como digo, un momento de pura lucidez, como si hubiera estado siempre ante una imagen borrosa y de repente cobrara nitidez y se revelara con todo detalle. Sonreí dentro de mi casco. No sentí euforia, ni realización trascendental ni nada parecido, tan sólo me sentí maravillado ante su absoluta simplicidad. La pregunta siempre estuvo ahí, pero no pude reconocerla hasta que estuve inmerso en el viaje, viviendo sólo el presente, sin futuro, sin pasado. El viaje me la reveló, después de todo. Y lo más interesante es que no tiene una respuesta completa, al menos no la tiene hasta el día en que se abandona este mundo. Eso no quiere decir que no pueda responderse, de hecho se responde a medida que se vive, y no existe una solución universal, cada cual sabe la suya. Aunque no todo es tan sencillo, hay que saber construir con sinceridad la respuesta adecuada. Hay que conseguir que la respuesta sea afimativa cada minuto de nuestro viaje más largo, y sólo de cada uno de nosotros depende. ¿Que cuál es la pregunta? Ya la sabéis, la sabemos todos desde siempre. La pregunta es:
“¿Ha valido la pena?”

diumenge, 18 d’agost del 2013

Día 34: Offenburg – Sant Joan de Vilatorrada


Km: 1146
Parto de Offenburg bajo una ligera llovizna, no ha parado de llover en toda la noche. En teoría, hoy debería ser el último día de mi viaje, pero dada la gran distancia que todavía me separa de mi casa, decido no hacer más planes que el de recorrer el máximo posible de kilómetros. En un área de descanso cerca de St. Etienne, un motero se queda mirando mi moto mientras se dispone a continuar su viaje con la suya. Tengo que ir a pagar el repostaje, así que me dirijo al interior del edificio, donde aprovecho para tomar un café y un pequeño refrigerio. Cuál es mi sorpresa cuando al salir me encuentro todavía al motero francés, que me había estado esperando muerto de curiosidad por saber de qué moto se trataba, y si el adhesivo de Nordkapp con el que engalané su cúpula significaba que habíamos estado allí. Siento un poco disimulado orgullo cuando hablo de mi pequeña w800 y de la gesta que está a punto de terminar.
Sigo haciendo kilómetros por las autopistas francesas, sin sentir demasiado cansancio, me siento perfectamente integrado en esta moto, como si fuera un centauro con cuerpo de w800. No me canso ni la mitad de lo que me cansé en el trayecto de ida circulando por estas autopistas.
Al llegar a Lyon, la tormenta que llevo esquivando durante todo el trayecto me alcanza finalmente y me cae encima un océano justo en el momento en que atravieso la superpoblada ciudad francesa, lo que provoca un atasco monumental que me destroza el hasta ahora más que decente promedio. La tormenta termina en cuanto abandono Lyon, y el cielo se va despejando a medida que me dirijo hacia el sur. Decido dejarme el traje de agua puesto, dado que el ambiente ha refrescado lo suyo. Son cerca de las ocho de la tarde cuando alcanzo la ciudad de Montpeller, tras más de 800 kilómetros recorridos. Aun así, me siento fresco como una rosa y más despierto que nunca, podría seguir durante horas. Por este motivo tomo la decisión de continuar hasta casa, quiero llegar hoy. No me seduce la idea de pernoctar en un hotel de carretera en Francia cuando tengo la frontera a poco más de 300 km y mi casa a tan solo cuatro o cinco horas. Soy consciente de que me tocará hacer una buena parte del trayecto de noche y ya conocéis mi opinión de que pocas cosas hay más estúpidas que ir en moto de noche, pero al menos sin lluvia tiene un perdón y me siento con ánimos de afrontarlo.
Ha anochecido ya cuando cruzo la frontera española, momento en que me inundan un sinfín de emociones. Siento encima todo el peso de lo vivido en estos días y me abruma la melancolía y el pesar por la certeza del cercano final.
En Figueres me detengo a repostar y tengo la primera impresión de la realidad de mi país. Ya no volveré a ver las cuidadísimas áreas de descanso europeas, me encuentro en una área de servicio pésimamente iluminada, provista de un único WC sucio y maloliente. Sin duda, estoy de nuevo en casa. Durante el trayecto de Figueres a Girona no puedo evitar el derramar algunas lágrimas. Se me hace un nudo en la garganta pensando en lo que hemos vivido mi moto y yo, acaricio su verde depósito mientras le digo que puede sentirse muy orgullosa de lo que ha hecho, sintiendo mi w800 nuevamente viva y con alma.
En Girona abandono la autopista para dirigirme al Eix Transversal, que se empina en dirección al macizo del Montseny. Este está siendo el trayecto en que siento más frío de todo el viaje al conjurarse la oscuridad, altitud, humedad y mi falta de previsión al no llevar ni una sola capa de abrigo en mi chaqueta de cordura. Decido continuar a pesar del frío, no tengo ya tiempo ni ganas de detenerme. Espero que sea suficiente con el traje de agua como improvisado cortavientos. Recorro los últimos kilómetros reconociendo en la oscuridad los lugares familiares, entre la neblina del recuerdo de las lejanas tierras que he atravesado.
Es la una de la madrugada cuando finalmente llego a mi casa, aturdido por las casi once horas de carretera. Bajo de la moto y le hago una última fotografía en el mismo sitio en donde le hice la que encabeza este blog, con mi w800 mostrando orgullosa las heridas de guerra. Llamo al timbre de mi casa. Con lágrimas en los ojos, me fundo en un sentido abrazo con mi amada Marta, mientras le susurro al oido lo único que acierto a decir en ese momento:
Ha sido grande, muy grande...” 


Día 33: Hamburgo – Offenburg


km: 709
Hoy tengo previsto llegar hasta Francia, pero parece que el clima tiene otros planes para mi. Mientras arreglo mi equipaje, enciendo el televisor esperando ver la previsión para el día de hoy. Puedo ver un reportaje sobre la noche anterior, al parecer han tenido inundaciones en Berlin y otros lugares a causa de las intensas lluvias que azotan el pais. Eso no son buenas noticias para mi. Estoy más que acostumbrado a la lluvia, es más, creo que ahora mismo soy la persona más acostumbrada a la lluvia en toda Europa. Pero sin duda va a ser un obstáculo en mi intención de hacer cerca de 900 kilómetros hoy. Salgo de Hamburgo en dirección sur. Al cabo de tan sólo un par de horas, empieza una lluvia que me da la sensación de que va a acompañarme el resto del día, así que me detengo en un área de servicio para volver a ejecutar el consabido ritual de ponerme el traje de agua. Si comparo el tiempo que tardé la primera vez en Suecia, cerca de Sunne, para realizar la operación, puedo sentirme más que orgulloso. Quedo disfrazado de buzo y cubro mis maletas de cuero en menos de la mitad del tiempo que empleé ese día. La lluvia va creciendo de intensidad conforme avanza el día. Los conductores alemanes no quitan el pie del acelerador por mucha lluvia que caiga, levantando auténticas cortinas de agua. Como de momento el tráfico no es muy intenso, las voy negociando bastante bien cambiando de carril, por lo que llevo un ritmo bastante aceptable. Sin embargo, pronto me topo con la última fase del Plan Marshall en forma de obras generalizadas en todas las autopistas del pais. A media tarde, ya tengo bastante claro de que tendré dificultades en alcanzar Francia, como tenía previsto. Cerca de Estrasburgo, la naturaleza se apiada de mi y me regala una bellísima puesta de sol, cuando éste atraviesa la capa de nubes en el horizonte y se queda un momento en suspensión entre la Tierra y el techo de nubes, que adquiere todas las tonalidades que van del amarillo al rojo. Poco a poco, me voy quedando sin luz. Entre la densa y pesada lluvia y el agua desplazada por los vehículos, no veo más allá de mis narices. Soy consciente de la peligrosidad de continuar, así que decido acabar aquí el trayecto de hoy. Estoy a poco más de 100 kilómetros de Mulhouse, tampoco está mal. Me dirijo al primer hotel que me señala el GPS, saliendo de la autopista. Cuando llego al lugar indicado, sólo hay un gigantesco McDonalds y algunas instalaciones propias de la maldita globalización, pero ningún hotel. Decido acercarme a Estrasburgo, supongo que cerca de la ciudad habrá más posibilidades de encontrar alojamiento. Aun estando relativamente cerca de allí, el trayecto me lleva alrededor de una hora bajo visibilidad cero, francamente peligroso, lo que me altera bastante los nervios. Llego a la ciudad de Offenburg y me levanto la visera porque soy incapaz de ver por donde voy. Creo atisbar un hotel cercano, aunque me encuentro en un laberinto de rotondas, pasos elevados y semáforos. Varias veces paso cerca del hotel pero sin poder encontrar cuál de las cincuenta posibilidades es la que me conducirá hasta él. Estoy bastante cansado y mosqueado por la absurda situación y la persistente lluvia, la cara mojada a causa de tener que circular con la visera levantada. En Noruega, la lluvia no era tan tenaz y solía darme de vez en cuando algún respiro, lo que me ayudaba a secarme un poco. Hoy no he tenido tregua. El traje de agua, ya bastante maltrecho en algunas costuras, deja entrar agua por ellas y ciertas partes de mi anatomía que no voy a describir con detalle están completamente empapadas. Finalmente llego al hotel por la menos evidente de las rutas, de bastante mal humor y francamente cansado.

dimarts, 13 d’agost del 2013

Día 32: Angelholm – Hamburgo


Km: 595
de BSA A7
Salgo de Angelholm con el cielo encapotado. Aunque en este viaje me he acostumbrado a esto, me gustaría poder partir algún día bajo un sol radiante, como en Lofoten, si bien es cierto que a medida que descienda de latitud voy a agradecer esas nubes. Llego a Malmo, desde donde tomo el puente que termina en el túnel submarino que une Suecia con Dinamarca. Circulo por las autopistas danesas, con la mente fija en hacer el máximo número de kilómetros y adentrarme todo lo posible en Alemania. El objetivo es llegar a casa en tres días, lo que me obliga a hacer unos 800 kilómetros diarios.
pasando por Kawa - Meguro 500
Mientras voy haciendo estos cálculos mentales, veo ante mí un coche arrastrando un remolque con una moto de época sobre él. Acelero para atraparlo. No puedo creer lo que veo: se trata ni más ni menos que la bisabuela de la w800, ¡es una BSA A7!
Este modelo inglés fue la base de la Meguro 500 japonesa, que al ser adquirida por kawasaki dió lugar a la serie W de esta marca. Esta serie se discontinuó en los 70 para resurgir en 1999 con la w650, de la que deriva mi w800. Un encuentro familiar, vaya. Adelanto al danés de la BSA haciéndole un gesto de aprobación con la mano, aunque seguro que considera la w800 como una moderna imitación. Yo prefiero verlo como una continuación de la misma filosofía, pero sin perder aceite.
Hasta la w800
Atravesar Dinamarca me está costando más de lo previsto, ya no recordaba las obras de la autopista y su intenso tráfico. El tiempo tampoco acompaña, ya que me va lloviendo de vez en cuando. Llego a las proximidades del puente de Odense y decido salir de la autopista para hacer algunas fotos de la moto. En mi fuero interno considero el cruzar este puente como el auténtico final del viaje. Lo que me queda de ahora en adelante es una kilometrada de autopista y poco más. Recuerdo en rápida sucesión diversos momentos de mi viaje, no sé por qué razón recuerdo mejor los inicios atravesando Suecia, cuando a fuerza de ilusión superaba las adversidades. Me recuerdo a mi mismo pero como si hubiera pasado una vida entera.
Soy como un anciano recordando escenas de su juventud con la triste, abrumadora certeza de que jamás volverá a sentir lo mismo, pero siempre permanecerá el anhelo insatisfecho de volver a sentirlo. Tengo mi banda sonora preparada para este momento, así que me pongo los auriculares y dejo que oleadas de sentimientos me humedezcan los ojos.
Llego a Hamburgo, sigo el track del GPS que me lleva hasta el centro de la ciudad, pues he decidido pernoctar aquí a pesar de no haber podido llegar al kilometraje deseado. Encuentro hotel en el centro. Una vez instalado en la habitación y revisando el mapa de la ciudad que me han proporcionado en recepción, me doy cuenta de que estoy a sólo una calle de la famosa Reeperbahn.
Si hay niños leyendo, es hora de irse a la cama, majetes.
La Reeperbahn y sus calles adyacentes son la zona en donde se ha instalado el putiferio hamburgués institucionalizado convertido en sacapastas de turistas salidos. Sin duda, eso merece una visita, aunque sea tarde y mañana toque madrugar.
El lugar es una sucesión de garitos, neones, chulos y porteros rumanos anabolizados hasta las cejas. Hay de todo y para todos: table dancers, cines X, hoteles dudosos, karaokes thailandeses, calles gay y espectaculos de sexo en vivo en donde se puede ver de todo menos sexo con animales, según me cuentan. Los anabolizados me invitan insistentemente para que disfrute de sus inolvidables espectáculos, pero mi frase más pronunciada hoy es “nein, danke”. Entre garito y garito, bares de copas repletos de turismo local y foráneo con unas cuantas copas de más. Sin embargo, la seguridad está constantemente garantizada con multitud de policías y una comisaría que es una atracción turística por si misma. Me aparto de la Reeperbahn y penetro por sus oscuras calles adyacentes donde me encuentro con un submundo distinto y bastante más cutre, con chicas que se me ofrecen en la misma calle, todas me dicen algo y yo de nuevo con mi “nein, danke”. Vale la pena el paseo, pero este ambiente tampoco es que me ponga especialmente, así que yo me retiro, con la certeza de que el hamburgués residente que va en busca de sexo, acude a cualquier sitio menos a la Reeperbahn.

Nota del motero:


Ya llegué a casa, sano y salvo. Llegué el jueves día 8, de madrugada. Tras un fin de semana disfrutando de la compañía de Marta y un par de días reincorporado al trabajo, me pesa el no haber terminado el blog de mi viaje, así que he decidido contar cómo terminó, siguiendo el mismo formato que los días anteriores. No es que haya mucho que decir, pero no me gusta que quede incompleto. Cuando lo finalice, quiero escribir un epílogo, sin ninguna revelación trascendente pero si algunas reflexiones. También tengo previsto editar un par de breves vídeos sobre el ascenso y regreso de una w800 al Cabo Norte. Solo entonces podré dar por terminado el viaje.

dimarts, 6 d’agost del 2013

Día 31: Oslo – Angelholm


km: 485

Parto al mediodía de Oslo, como si me resistiera a marchar. Me espera un día de retorno sin contemplaciones. La carretera de Oslo a Goteborg me es en parte desconocida, aunque la recorrí hará más de 20 años, pero no tiene demasiado interés. No me fijo demasiado en el paisaje porque voy conduciendo y pensando en todo lo que me ha sucedido. Tengo esa extraña sensación de relatividad temporal que suele acompañar a viajes prolongados. Recuerdo todo lo sucedido en el viaje como si hiciera meses que pasó, sin embargo tengo la impresión de que todo ha durado un suspiro. Por otra parte, me parece que solo existe el viaje y toda mi actual vida se reduce a esto, como si no hubiera nada más. Siempre he estado aquí y lo demás pierde su dimensión, se desvanece como una ilusión, como un sueño.
El último softis
Fugazmente creo ver en el otro carril de la autopista a alguien sobre una w800, avanzando hacia el Cabo Norte con el corazón ilusionado absorbiendo cada segundo de vida mientras es casi consciente de que un mes más tarde alguien descenderá por el otro carril, más viejo, tal vez más sabio y mucho más cansado. Y envuelto en melancolía, lo verá en un instante de ensoñación, cerrando un bucle temporal eterno. Siento un nudo en la garganta. El viaje ha terminado. No estoy seguro de ser la misma persona que partió hace más de cuatro semanas. Probablemente si, pero ha habido ciertos cambios, ciertos matices importantes que ya no son los mismos. No estoy seguro de si seguiré escribiendo este blog, es posible que lo haga solo si sucede algo digno de mención. O quizá lo haré para no romper la continuidad del relato. O tal vez sólo escriba las conclusiones finales. En fin, ya se verá. Es tarde y estoy cansado. Me dirijo a casa, tengo ganas de ver a los mios.
Me queda la agridulce sensación de haber hecho una gesta, pero una gesta anónima, como el soldado que yace en una tumba olvidada cuyo valor o cobardía nadie conoce; no se sabe qué ocurrió, donde ni porqué. Solo el desconocido soldado tiene esas respuestas.
Regreso de este viaje, que hemos hecho, de algun modo, juntos. Gracias por acompañarme.
Gracias, w800.

dilluns, 5 d’agost del 2013

Día 30: Oslo


Primer día de 0 kilómetros que me tomo en todo el viaje. El clima con que me he ido encontrando me ha impedido adquirir el ritmo que tenía previsto, ya desde los primeros días en Suecia, así que no me tomé ninguno. Sin embargo, no podía rechazar pasar este día con mi família en Oslo. Muchas gracias a Jordi, mi hermano y a Nina su mujer por su hospitalidad y cariño. Besos a mis sobrinos Pol i Anja, siempre me arrepentiré por el hecho de no haberlos disfrutado más en la vida, uno de mis peores errores.
Gracias a Kristin y Raydar, por su amabilidad y sus pizzas caseras. He pasado un día fenomenal y si no fuera porque se me acaba el tiempo abusaría de vuestra hospitalidad unos días más.
He tenido tiempo de revisar la moto y me avergüenza decir que lo único que le pasaba, por suerte, se debía a mi descuido. La cadena precisaba de engrase después de tanta lluvia y el hecho atravesar zonas embarradas en obras. Como los kilometrajes han sido cortos, no pensaba que lo necesitara. Pero las carreteras noruegas pueden ser bastante exigentes con la mecánica. Lo siento w800, no volverá a pasar.

Día 29: Hjelmeland – Oslo


Km: 430

Aun con los camastros tipo Auschwitz de mi cabaña, he dormido fenomenalmente. El peor sitio quizás, pero que me ha proporcionado las mejores horas de sueño. No hay nada como estar cansado para dormir bien. Y no puede decirse que Thor haya estado ocioso esta noche, pues ha sido un incesante estallido de rayos y truenos con fuertes vientos. Lo sé porque la silla que tenía ayer frente a mi cabaña está a cien metros de distancia, tirada por ahí. Yo solo recuerdo haber levantado un párpado, ser consciente a medias de la movida y seguir durmiendo como un bebé. El aire es denso y caliente, lo que me hace presagiar un día de tormentas cuando esta masa de aire choque con las cercanas montañas. Ante esta perspectiva, salgo con el traje de agua puesto. Subo al cercano ferry. El calor y el grado de humedad me hacen insoportable el andar embutido en el traje de agua, así que me lo quito y lo ato en un lugar accesible. Inicio mi aproximación a Oslo por la carretera 13, número de mal agüero, pero que a pesar de ser más revirada, es más corta que la ruta que bordea la costa por el sur del país. Paso parte de la mañana jugando al gato y al ratón con un sinnúmero de tormentas, en todas partes observo muestras evidentes de que ha descargado un chaparrón, pero el 13 me da buena suerte y ninguno me ha pillado debajo. Sin embargo, al mediodía me doy cuenta de que estoy completamente rodeado, así que me enfundo por enésima vez el traje de lluvia. Al poco rato me cae encima un tormentón con abundante aparato eléctrico, que por su densidad tengo el presentimiento de que me acompañará el resto del día. Con lo que me cae encima, no me detendré a tirar fotos. Una verdadera lástima, porque el paisaje es, como siempre, sublime. El tráfico y la tempestad me obligan a una marcha bastante lenta. En un determinado momento, me encuentro circulando detrás de dos autocaravanas alemanas que dado la estrechez de la carretera, no se deciden a adelantar a un ciclomotor. Vamos a 40 o 50 km/h. La primera de las autocaravanas se arma de valor y adelanta al ciclomotor pero la segunda no lo ve nunca lo suficientemente claro. No hay mucho espacio, pero mi moto cabe perfectamente entre la autocaravana que tengo delante y la pared vertical de mi izquierda, así que me decido a adelantar. A la derecha solo tenemos un precipicio y el fiordo abajo. Justo entonces, el alemán se decide a adelantar al ciclomotor. Yo me encuentro a su lado en plena aceleración. En un fugaz pensamiento, tomo consciencia de que el momento es peligrosísimo. Me está cortando la salida, no tengo espacio por el que pasar y si sigue abriéndose a la izquierda va a echarme de la carretera. Más a la izquierda de mi moto no hay arcén, sólo una zanja de más de medio metro y la pared de roca. Si meto la rueda ahí voy a caer con toda seguridad y solo puedo hacerlo sobre la carretera o golpeando la pared. En ambas situaciones acabaré sobre la carretera y la autocaravana me arrollará. El suelo está mojado, no me inspira la más mínima confianza, pero clavo ambos frenos rogando que la rueda delantera no pierda agarre. Intento quedarme atrás y buscar escapatoria por ahí. Creo que el alemán finalmente me ha visto, pero no puede moverse porque al otro lado tiene el ciclomotor. Sigo forzando la frenada, veo con alivio que estoy consiguiendo quedarme atrás mientras observo con incredulidad como la rueda delantera aguanta el frenazo y mantiene la línea a menos de un centímetro de la zanja. El corazón me late a ritmo de infarto cuando consigo escapatoria detrás de la autocaravana. El del ciclomotor no se ha enterado de nada. Unos metros después me sitúo a la par de la autocaravana y le grito toda una serie de recuerdos a su madre y su familia. El alemán junta las manos pidiéndome perdón. Mejor acelero y lo pierdo de vista. Estoy inundado de adrenalina, soy plenamente consciente que acabo de salvar una situación de extremo peligro, la peor que he tenido que pasar no ya en este viaje, sino desde que tengo esta w800.
De pronto, me parece  escuchar un extraño ruido proveniente del motor, más evidente a bajas revoluciones. Me recorre un escalofrío al pensar que puedo estar a punto de tener una avería grave, así que me detengo a inspeccionar la moto. Acelero la moto en parado y no escucho ruido alguno. Coloco el caballete y engrano una marcha, oigo el ruido aunque levemente. En orden de marcha el ruido es mucho más evidente, sobretodo cuando le pido tracción con el puño del gas. Puede ser un problema de transmisión. Me quedan unos cien kilómetros para llegar a Oslo, así que decido conducir hasta allí con sumo cuidado, evitando fuertes demandas a la mecánica. Una vez allí, en casa de mi hermano podré revisar la moto a fondo. ¡Por favor, w800, no desfallezcas ahora! Vuelvo a pensar que tal vez no debería haberle pedido a la moto que me acompañara en este viaje. Pero sin ella, no hubiera sido ni remotamente lo mismo. Gran parte de la gente que se ha dirigido a mi ha sido gracias a la atracción que produce esta maravilla que se sacaron de la manga los de Kawasaki. Finalmente llego a Oslo y encuentro con cierta facilidad la casa. Dejo la moto en el jardín con la intención de revisarla mañana, en el día de descanso entre familia que tengo previsto tomarme. Durante el resto de la tarde no puedo dejar de pensar en la moto como una amiga que está enferma, más que como una máquina que funciona mal.

diumenge, 4 d’agost del 2013

Dia 28: Stavanger – Hjelmeland


Km: 125
Salgo temprano de Stavanger. Probablemente la cabezadita de ayer por la tarde me rompió el sueño, porque he dormido bastante mal, me he despertado muy temprano y me he despejado completamente. No importa, así aprovecharé mejor el día. Desayuno fuerte, porque ayer leí en internet que la subida a la Preikestolen es bastante exigente, no tanto por la distancia a recorrer, sino por el estado del camino. Pienso que no va a ser para tanto, este es un país en que todo está bajo control, ¿no?. 
Recorro los 25 kilómetros que separan Stavanger de la Preikestolen con suma lentitud, porque el tráfico es bastante intenso. Presumo que no todos vamos al mismo sitio, aunque la lectura de ayer también me reveló que en los últimos años las visitas a la famosa roca han aumentado hasta el punto de la masificación. A ver qué me encuentro. Llego al punto en donde un párking inmenso acoge a los visitantes que llegan en automóvil por solo cien coronas, las motos tenemos permiso de continuar hasta el final y aparcar por el módico precio de 20 coronas. Me está escamando tanto turisteo. Me preparo para la ascensión vistiéndome con ropa ligera, aunque me dejo puestas mis botas de moto porque son de una hechura similar a las botas de montaña. Me informo de que la ascensión dura como mínimo dos horas, así que voy al chiringuito que, cómo no, han instalado aquí y me surto de bebida y chocolate, energía cien por cien para asegurar una ascensión sin problemas. El día es extrañamente caluroso, tal vez el primero desde que abandoné Dinamarca. Ya no me acordaba de esta sensación.
Inicio la ascensión “alegro vivace” convencido de que mi estado de forma supera el nivel medio de los turistas que estoy viendo: familias con niños, ancianos, señoras entradas en carnes, esto va a ser pan comido. Tras un corto primer tramo muy empinado pero de camino fácil y aplanado, éste se transforma en un camino de cabras, con rocas sueltas y raices de árboles. Sigo al ritmo “alegro vivace” convencido de que este tramo no va a durar demasiado. Pronto me doy cuenta de mi error, al percatarme de que no solo no va a mejorar, sino que visiblemente empeora. Empiezo a resoplar como el cachalote de Andenes y decido reducir el ritmo a “alegro ma non tropo”.
Tengo el convencimiento de que la verdadera Trollstigen o escalera de los Trolls, es esta en la que estoy ahora. En algunos tramos han dispuesto rocas a modo de escalera, pero con unos escalones irregulares de 50 centímetros o más. Es un rompepiernas. Además, la gran cantidad de gente que asciende, combinado con la marea humana que desciende convierte la ascensión en un continuo detenerse para dejar pasar al crío, a la señora o al anciano caballero. Me sorprende ver a críos de corta edad, y como digo, gente ya mayor subiendo por aquí.
Seguro que tampoco se informaron bien. La autoestima me aumenta de manera directamente proporcional a la distancia a la que voy dejando a mis compañeros iniciales de ascensión, sólo me siguen el ritmo jóvenes noruegos o noruegas, esta raza es fuerte de narices. El dolor en los gemelos me obliga a adoptar un ritmo de “andante” porque creo que queda todavía mucho trayecto por recorrer.
De vez en cuando me adelanta alguna “liebre”, pero debe detenerse al poco rato para retomar oxígeno mientras que yo, con la táctica de la tortuga, llevo puesto el diesel y asciendo lento pero seguro. De vez en cuando me veo forzado a reducir la marcha, adelantar a familias de siete miembros no resulta fácil aquí, brincando entre las rocas de lo que se supone que es un camino. Es como adelantar a un cuatro ejes en una carretera de montaña. Luego del adelantamiento, hay que mantener un ritmo fuerte para justificar el mismo, lo que en ocasiones se me premia con un flato de campeonato. Es increíble la cantidad de gente que estamos subiendo por aquí, resollando y sudando litros. Si nos obligaran a hacer esto estallaría una revolución. De vez en cuando, un pequeño rellano ayuda al organismo a reponerse. Incluso hay tramos de bajada, dado que en la ascensión se suben y bajan toda una serie de repechos, aunque las bajadas por este pedregal son tan jodidas como las subidas. Yo me las miro con el recelo de quien sabe que luego estas bajaditas van a ser subiditas. Termina la zona boscosa y se abre una planicie cubierta de pequeños lagos que son una bendición, mucho público se encuentra aquí dudando entre continuar o comprarse una postal y decir que ya lo ha visto.
Yo prefiero no detenerme mas que un momento para refrescarme la cara junto con un perrito (los han traido a cientos, los pobres). A cada momento, la apariencia del camino me enciende la falsa esperanza de que ya estoy llegando, pero no, la agonía continúa. En lo que parece el tramo final, rios de gente subiendo y bajando recorremos la orilla de un risco que en caso de caer, no sólo ves tu vida en imágenes sino que tienes tiempo de ver las vidas de varias de tus reencarnaciones. Se me hace imposible de creer que aquí no haya pasado nunca un accidente, ya sea subiendo por los empinados pedregales, en donde una caida puede costarte varios metros de ir rebotando entre peñascos, o que un simple resbalón o empujón de algún torpe te lance a una caida libre de trescientos metros. Tengo la sensación de estar llegando a la cima porque el viento que gracias a Dios está ayudándome a evaporar el sudor, ha pasado a fuerza doce y ahora sopla un verdadero huracán. Tras los últimos equilibrios por un risco que da hasta miedo mirar, llego a la famosa plataforma. He tardado hora y media, media hora menos de lo previsto, lo que para un cincuentón trasnochado no está nada mal.
Parece mentira que la Naturaleza haya construido ella sola algo así, de una geometría casi artificial. El viento aquí es ciclónico, brutal. Mi intención es sentarme en el borde del acantilado, pero es tal la fuerza del viento que lo único que tengo agallas de hacer es tumbarme y sacar la cabeza por el acantilado. Aquí tengo la confirmación absoluta de que jamás me dedicaré a la escalada. Solo de imaginarme aferrado a una roca a una altitud semejante me da escalofríos. Reconozco que nunca he comprendido esta afición. Puedo entender lo que se siente al conducir a trescientos por hora, pero desear estar colgado de una cuerdecita de un sitio así, o peor aún, sin cuerdecita, es algo que escapa a mi raciocinio. No tengo vértigo, pero el abismo que tengo justo bajo mi cara me deja tan impresionado que casi me mareo. Me estoy un buen rato aquí, descansando y disfrutando de unas vistas que en verdad son maravillosas, aparte de que viendo la subida, sé que la bajada va a ser otro suplicio. Os ahorraré los detalles sobre el terrible dolor de pies, rodillas y demás articulaciones y músculos que incluyen varios que ni conocía, que han hecho de mi descenso una tortura, aunque llevada en silencio y con hombría. Aunque para hombría la de estas muchachitas noruegas, que parece que estan hechas de otra pasta, de verdad. No les puedo seguir el ritmo y eso que no desciendo despacio, precisamente. En total, he empleado tres horas y veinte minutos, incluyendo el rato pasado arriba. Os aseguro que es una buena marca, no tengáis la más mínima duda. Yo al menos me siento dolorosamente orgulloso.
Mientras me recupero, o más bien mientras trato de recuperarme, llamo a mi hermano por si está en su casa de Oslo, con su familia política. Como si que estan, decido de nuevo cambiar mis planes sobre la marcha y hacerles una visita. Desde Stavanger a Oslo hay seis o siete horas, por lo que en el estado en que me encuentro, sé que no las voy a hacer. Al subir a la moto y hacer algunos kilómetros me doy cuenta de que el cansancio de la caminata está afectando mi capacidad de atención. Además, el bochornoso día está provocando tormentas ocasionales con mucho aparato eléctrico que me dan un par de reparadoras duchas, pero que aumentan el peligro de caida. La cosa se está poniendo bastante fea cuando llego a un nuevo ferry. Aunque casi no me he movido de sitio bajo los parámetros noruegos, decido no coger este ferry y dirigirme al hotel que se anuncia en el muelle. El hotel resulta ser un camping que ofrece cabañas o habitaciones en el edificio principal. La dueña es una extraña anciana que parece salida de una película de terror, y presumo que algo senil, pues me hace las mismas preguntas varias veces. Me da la risa floja, pero no tengo demasiada elección, porque se me echa encima un temporal. Descargo la moto y salgo zumbando al supermercado que he visto en el muelle. De camino al super paso por delante de un lujoso hotel SPA. ¿Porqué no se habrá anunciado este también? Bueno, tampoco le va a venir mal a mi economía un breve respiro. Creo que voy a dormir en el peor lugar desde que salí de España, sin duda. En el supermercado me cierran la puerta en las narices, porque es ya tarde y van a cerrar, pero consigo convencer a la encargada de que me de un minuto para comprar mi desayuno de mañana. Me da dos. Suficiente.

Dia 27: Fitjar – Stavanger


Km: 160
 Hoy debo terminar el tramo de carretera que me quedó ayer por hacer. A causa de la climatología, he tenido que cambiar mis planes. En un principio, debía llegar ayer a Stavanger y hoy subir a su famosa Preikestolen, pero lo que haré es una visita a la ciudad esa tarde y mañana subiré al afamado mirador. Según dicen, mañana el tiempo mejorará, así que esta vez el retraso ha jugado en mi favor. En principio, abordaba estos 160 kilómetros que me faltaban como una etapa de transición, pero en este país no hay transiciones que valgan. El paisaje siempre merece un vistazo y detenerse de vez en cuando. Las previsiones para esta tarde son de lluvia, como no podía ser de otra manera, así que paso la tarde en el hotel ordenando mis fotos, reordenando maletas, secando ropa y echando una cabezadita para recuperarme del cansancio acumulado.
Al atardecer, la lluvia remite lo suficiente como para animarme a salir, de lo que no me arrepiento en absoluto pues Stavanger es una ciudad llena de preciosos rincones. Su casco antiguo se compone de bellas casitas de madera principalmente de color blanco, lo que otorga a la ciudad un ambiente de cuento de hadas. Dejo que el azar dirija mis pasos, como suelo hacer siempre que visito una ciudad, y me pierdo pos sus callejuelas. Al anochecer, parece que la ciudad va animándose, aunque para mi llega la hora de retirarme. Mañana me espera el ascenso a la Preikestolen.

Dia 26: Stryn – Fitjar


Km: 335
Cuando observo hoy el estado del cielo, ya veo que no vamos a empezar bien. Amenza lluvia de la buena. Tan mal veo el panorama que salgo vestido de lluvia al completo. A los pocos minutos de iniciar la marcha se confirman mis malos augurios y empieza a caer una lluvia que va ganando en intensidad conforme pasa el tiempo. Esto no se parece a las acostumbradas lluvias intermitentes, esto está aquí para quedarse. Acompañando la lluvia, un fuerte viento racheado hace que mi avance sea más cauteloso, y por tanto, más lento.
Noruega es un país precioso, de eso no me cabe la menor duda, y la mayoría de sus carreteras pasan por paisajes de ensueño. Pero si por algún motivo tienes prisa, seguro que te da un infarto. La lluvia no me da respiro, tan sólo un par de minutos que aprovecho para tirar un par de fotos, porque el paisaje es, como siempre, espectacular. Como tantas veces por aquí, la carretera llega hasta un muelle en donde un ferry está embarcando a los pasajeros, directamente entro sin detenerme. Vaya suerte, porque no me apetece nada quedarme esperando al siguente ferry a la intemperie con esta lluvia. Aprovecho para apuntar que cada vez que me encuentro con un ferry, es una sorpresa para mi. Tracé los tracks que pretendía hacer directamente sobre mapa en Google Earth y los pasé a formato garmin sin fijarme siquiera si había que tomar ferrys o no, y por supuesto, ni puñetera idea de sus horarios, me entero en cuanto llego al muelle. La opción es arriesgada, porque si bien en zonas pobladas los ferrys tienen una periodicidad bastante razonable, no es así en otros lugares. Casi siempre he tenido bastante suerte, pero eso de llegar y besar el santo como hoy aún no me había pasado.
Este tramo de carretera depara algunas sorpresas. Atravieso túneles de casi un kilómetro sin ninguna iluminación en absoluto. Hasta ahora ya me había acostumbrado a entrar en esos túneles de un sólo carril, o carril y medio, iluminados con unas tenues lucecillas en el techo que apenas te dejan ver por donde vas. Como llevo gafas de sol, yo ni siquiera veo nada más que una hilera de luces en el techo. El truco consiste en mantenerse ligeramente a la derecha de esa hilera e ir haciendo las curvas cuando se te indica. Si, los túneles de aquí suelen tener curvas, algunas bastante cerradas. Con este sistema he salvado la mayoría de túneles, pero he de reconocer que si se me cruza un elefante por delante, yo ni lo veo. Me cruzo con muy pocos moteros, probablemente hoy solo salimos a la carretera los que no tenemos más remedio. A la salida del ferry disfruto de unos minutos de secano, hasta parece que el sol va a dejarse ver tímidamente entre los negros nubarrones. Aprovecho este momento para repostar y comer alguna cosa recibiendo los rayos calentitos del astro rey. Estoy cerca de Bergen, una ciudad de obligada visita, pero que yo voy a saltarme porque ya estuve aquí hace dos años. Debo continuar en dirección a Stavanger, aunque no creo que pueda llegar. El día entero bajo la lluvia y el viento me están agotando. Llego a otro ferry también en el momento justo en que va a zarpar. El tamaño del ferry me hace sospechar que el trayecto será más largo que de costumbre, como efectivamente así es. Me siento muy cansado y voy dando cabezadas, cuerpo y mente me están diciendo que por hoy basta. Decido hacer caso a los dos porque al bajar del ferry la lluvia parece haberme esperado y me recibe con nuevos ánimos. Nada más bajar, me alegra comprobar que hay un hotel en el cercano pueblo de Fitjar. Ese será mi destino.

dijous, 1 d’agost del 2013

Dia 25: Andalsnes – Stryn

km: 172

Empiezo a sentir sobre mis huesos el cansancio acumulado, seguramente el hecho de dirigirme ya a territorios conocidos en otros viajes tampoco ayuda a que hoy no sienta ese punto de pereza al empaquetar de nuevo mis cosas. El cielo está encapotado pero al menos no llueve. Encamino la moto hacia la carretera que debe llevarme a la Trollstigen, la escalera de los trolls. Me acerco a ella por una carretera revirada envuelto en un imponente paisaje alpino. Poco a poco, me adentro en el valle circundado por unas paredes de increible altura. Parece imposible que hayan hecho una carretera capaz de remontar eso. En el 2011 hice el recorrido de bajada, esta vez haré el de subida que me parece que va a ser más impresionante.
Preparo la cámara GoPro porque tengo la intención de grabar en vídeo toda la subida. Llego al fin a la Trollstigen y no puedo evitar sentirme impresionado por la mole que tengo ante mi, mientras veo como esa carretera imposible serpentea hasta la cumbre. Hay bastante tránsito, así que espero a tener via libre para iniciar el ascenso. No quiero grabar un vídeo en que se vea tan sólo la parte trasera de un autocar. Corono la montaña pero no me detengo en el chiringuito turistilla que hay en la cumbre, prefiero seguir en dirección a Geiranger, un fiordo que ya he visto dos veces, pero que no me cansaré de ver jamás. Durante el descenso de la Trollstigen no encuentro demasiado tránsito, así que tengo la oportunidad de curvear un poco. Tras unos divertidos kilómetros, alcanzo la carretera que desciende hasta el fondo del fiordo.
Este sitio merece mención aparte. En mi opinión, un fiordo reúne en un solo lugar todo lo que la Naturaleza es capaz de hacer para lograr un lugar maravilloso e imponente. Pues Geiranger es el resumen de lo que debe ser un fiordo, el colmo, la perfección de algo perfecto. Lo siento, pero no puedo evitar que me cuelgue la mandíbula cada vez que llego hasta aquí. Los transatlánticos del fondo no hacen más que aumentar la monumentalidad del lugar, las mayores obras humanas  pacecen juguetes entre esas paredes cortadas a pico hundiéndose en el agua calma. Sin duda alguna y por muy masificado que esté, por mucho turisteo que haya, Geiranger está en el top ten de los lugares más bellos del mundo. Punto.
Mientras desciendo, me parece ver sobre la superfície del agua pequeñas embarcaciones amarillas, que van en grupo. ¡Son kayaks! Debo deciros algo: cuando vi un fiordo por primera vez, pensé en lo gratificante que sería cruzar una de estas lenguas de mar en una embarcación de este tipo. Al igual que me sucedió con la Atlantic Road y las motos de carretera, yo no había subido en un kayak en toda mi vida, pero supe que eso era algo que también quería hacer antes de morir, como este viaje. En el 2011, volví a pensar lo mismo, pero no tuve ocasión. Entonces, a mi regreso, tomé unas lecciones de remo con la esperanza de que alguna vez se cumpliría mi sueño. Puse en práctica mis recién adquiridas habilidades descendiendo el Sella, que tampoco estuvo nada mal. A lo largo del camino de regreso por Noruega he tratado de encontrar algún lugar donde alquilaran embarcaciones, pero me ha sido tan esquivo como los alces. Vi uno en Lofoten, pero era una excursión de un día entero, a un precio bastante elevado. Sin embargo, está claro que lo que veo son embarcaciones de alquiler. Justamente aquí, en Geiranger, el  lugar que aparecía en mis ensoñaciones cuando pensaba en kayaks y fiordos. Debo encontrar el sitio donde los alquilan cueste lo que cueste.
Algún amiguete reconocerá este sitio...
Una vez en el pueblecito, esquivo a millones de cruceristas para encontrar un cámping que parece ser el que proporciona el servicio. En una tienda junto al mar, encuentro al tipo, le pregunto por el precio y es más que razonable, aunque solo acepta dinero noruego contante y sonante, cosa que no tengo. Me dirige a un edificio cercano, donde hay un cajero automático. Al acercarme veo un papel pegado al cajero con una anotación que indica que está vacío. ¡Malditos cruceristas! No puedo creer lo que me pasa, tengo mi paseo en kayak por Geiranger al alcance de la mano y se me está escapando. No me doy por vencido, y regreso con la intención de conseguir que el tipo me alquile un kayak como sea. “Sólo tengo euros” le digo. “En ese caso, aceptaré tus euros” me dice. No va a permitir que se le escape un cliente, ¡perfecto!
Alquilo por dos horas, sé que querré más pero no tengo más tiempo y sobretodo, forma física para aguantar más que eso. El paseo resulta tan increible como me lo había imaginado. Me encanta el tacto pastoso que tiene el agua al hundir en ella el remo y la sensación sedosa de la embarcación cuando avanza cortando las aguas. En un marco como este, esas sensaciones se elevan al cubo. Estoy remando por Geiranger. Era imposible, pero estoy aquí. Las aguas tienen un color azul tan oscuro que es casi negro. Da la sensación de que se hunde hasta el infinito. Me acerco a la orilla para comprobar la profundidad, puedo ver como la pared se hunde en vertical hacia el abismo. Casi da miedo desde esta frágil embarcación. Hacer submarinismo aquí debe ser como para hacerse caca encima. Tal vez otro año. Empieza a llover, pero no me molesta en absoluto, a fin de cuentas, se trata de un deporte acuático, ¿no?. La lluvia no dura mucho y concluyo mis dos horas al límite de mi resistencia. El remo es un deporte mucho más exigente de lo que parece. Por suerte, me tengo muy bien medido y no me he dejado llevar por el entusiasmo.
Salgo de Geiranger con la sonrisa en la cara por enésima vez en este viaje, esta vez realzada por las endorfinas del esfuerzo realizado. La carretera se empina hasta llegar a una serie de circos glaciares, sobre mi cabeza. Observo un cartel que señala la dirección al punto de vista más alto de Europa al que se puede llegar por carretera. Acepto el reto y tomo dicha carretera, pero al poco me encuentro con una barrera y unas garitas. La carretera es de pago. No hay nadie, el sistema es automático. Inserto la tarjeta en una ranura a tal efecto y... no va. El tipo de detrás mio se impacienta y viene decidido, prueba y... no va. Se organiza una cola de cuatro o cinco vehículos. Aparece una chica de uno de los coches de atrás y consigue que funcione. “¿Cómo lo conseguiste?” pregunto. “Leyendo las instrucciones” responde. Los machos ahí presentes nos quedamos impresionados ante esta muestra de inteligencia práctica, y con el orgullo herido. Leer instrucciones. Nunca se nos hubiera ocurrido. Lo de que “se puede llegar por carretera” resulta un engaño: sólo hay carretera en los primeros 500 metros, luego sigue una pista de montaña, hasta los últimos 500 metros en que vuelve a ser carretera. Trampa. Pero el sitio vale la pena, hay más de un kilómetro y medio en vertical de vista, con Geiranger al fondo. Impresionante de veras.
Al descender caen las primeras gotas de lo que promete ser una buena tormenta. Decido parar y ponerme oooootra vez el traje de lluvia. ¿Estaré exagerando? Veo a dos moteros, uno que va y otro que viene con respecto a mi posición, con el traje de agua puesto. Al menos, va a ser un error compartido. Pero la lluvia arrecia y se acompaña de un viento muy fuerte, haciendo la conducción bastante desagradable y tensa. Llego a la población de Stryn, en donde decido detenerme. La recepcionista del hotel me saluda con una extraña familiaridad, mientras atiende a otro cliente. Cuando me toca a mi y comprueba que su familiaridad no es correspondida, me pregunta si no he estado yo allí antes. Al parecer, me está confundiendo con otro. Le confieso que no, y en tal caso, si es así es que me he perdido. Me confirma que hay alguien dando vueltas en moto por el valle que es igualito a mi. Entonces caigo en la cuenta: ¿será real el Motero de Negro?

dilluns, 29 de juliol del 2013

Día 24: Liabo – Andalsnes


Km: 218
Siempre hay un momento del día en el que siento una energía especial, es cuando me subo a la moto y recorro los primeros kilómetros. Me siento pleno, con ganas de empezar un día lleno de experiencias y hechos inesperados. Hoy no ha sido diferente, a pesar de que ya noto el peso de las muchas horas y kilómetros sobre la moto. El día parece variable, nubes tormentosas alternan con claros. Un día de verano noruego. Hoy voy a entrar en terreno conocido, pues ya estuve por estas tierras durante un viaje en coche en el verano del 2011. Pero hay algunas carreteras que quiero repetir sobre la moto. Parto en dirección a Kristiansund en busca de la famosa carretera atlántica. Cuando estuve aquí el año 2011 y vi la cantidad de moteros que se daban cita en esta carretera, pensé que algún día iba a venir hasta aquí en moto. Un deseo normal, si no fuera porque entonces yo aún no había comprado mi w800. Para ser sincero, ni tan siquiera tenía moto de carretera. Os confieso ahora que antes de la w800 nunca he tenido ninguna. Provengo del mundillo de las motos de trail-enduro, y mi historial pasa por la Yamaha XT600 que me robó algún hijo de perra, una Honda xr600 y mi actual xr650r, con la que he ido ya tres veces a Marruecos y me he pateado los Pirineos de punta a rabo, además de una siempre recordada ruta de Cabo de Creus a Finisterre. Todo off-road. ¿A qué vino pues ese pensamiento? Ni yo mismo llego a explicármelo, pues ni tan siquiera me había planteado la compra de una moto de carretera. Tal vez tuve una visión, un dejà vu futuro. Solo sé que en ese momento lo tuve clarísimo, iba a volver aquí sobre una moto y recorrería los siete kilómetros sobre puentes y diques saltando de un islote a otro en esta absurda, increíble y famosa carretera.
La primera vez que estuve aquí abordé la carretera desde el Sur y ahora llego por el Norte. No reconozco el camino y tengo la sensación de haberme perdido, por lo que me detengo a consultar el socorrido mapa de papel, que por mucho GPS que haya, siempre me resulta útil. No, al parecer voy en la dirección correcta. Demasiada impaciencia. Al fin consigo llegar a la Atlantic Road, y preparo el gran momento. Tengo a punto la banda sonora adecuada. Me coloco los auriculares y me lanzo a la carretera con los primeros acordes del “Born to be wild”. ¿Una tontería? ¡Ja! Probadlo y veréis. Recorro sus siete kilómetros saludando a todo motero con que me cruzo, me parece ver a mi lado a Peter Fonda y Dennis Hopper con sus choppers. Me detengo en el mismo chiringuito del 2011 a tomar un helado. Juraría que la dependienta es la misma que entonces, aunque yo no me fiaría mucho de mi memoria.
Abandono esta carretera con la convicción de haber cumplido otro hito en este viaje. Voy en busca del siguiente, la Trollstigen. Tengo que pillar un ferry primero, allí la w800 llama la atención de dos tipos que se dirigen a mi. Uno de ellos tuvo una Triumph en sus tiempos y no puede creerse que exista una moto como esta. Me pregunta si el motor también pierde aceite, como las de entonces.
Llegando a Andalsnes el tiempo empeora. La verdad es que me siento bastante cansado. En la gasolinera, primero me olvido la tarjeta de crédito sobre el mostrador. La cajera me la devuelve con una sonrisa, mientras yo culpo al cansancio de mi despiste. Salgo en busca de hotel, el primero de ellos parece abandonado. Lástima porque parecía económico. Salgo de la ciudad en busca del cámping pero en recepción me dicen que está lleno, aunque puedo plantar la tienda si quiero. Visto que las nubes presagian lluvia, declino el ofrecimiento. Además, sinceramente, en un país tolerante con la acampada libre no veo qué sentido tiene utilizar la tienda de campaña en un cámping. Me decido por el único hotel que queda, que descarté en un principio por ser demasiado caro para lo que ofrece. Allí me doy cuenta de que no tengo mi manojo de llaves encima. Tengo una copia de todas ellas, pero prefiero buscarlas. Deshago todo el camino que he hecho desde que las vi por última vez en la gasolinera, pero no las encuentro. Cuando llego a la gasolinera, la cajera me espera con el manojo de llaves en la mano. Me las entrega, aconsejándome que ciertamente, debería descansar un poco. Aprovecho que estoy aquí para darle un lavado a la pobre w800, aun tiene pegada la arenilla de la nefasta carretera de anteayer. Consigo mejorar su aspecto, pero creo que no podré recuperarla del todo hasta que regrese y le haga una limpieza a fondo, pieza por pieza. Se lo merece.

diumenge, 28 de juliol del 2013

Día 23: Overhalla – Liabo


Km: 361
Amanece (ahora si que puede considerarse esto como un amanecer) un día radiante y soleado. La lluvia de ayer parece haberse formado sólo para hacerme pagar mi estupidez. Me parece bien, así se aprende más rápido. Compruebo mi situación en el mapa y me doy cuenta de que por un par de kilómetros, me salté el cruce que quería tomar para conectar con la carretera principal a Trondheim. Si llego a tomarlo, no hubiese encontrado el hotel y vete a saber si hubiera encontrado alguno. Da la sensación de que una vez aplicado el castigo, los dioses del Vallhala se apiadaron de mí.
Igual de resistentes, pero la w800 mola más
La moto vuelve a estar hecha un asco a causa del barro de ese sucedáneo de carretera por el que pasé ayer. Es una arena que se mete por todas partes y se pega al metal como pegamento. La cadena está llena de esa arenilla, lo que seguro que le provocará mayor desgaste. Trataré de encontrar algún sitio donde pueda lavar la moto.
Salgo en dirección a Trondheim con ganas de conducir, pero al poco tiempo me doy cuenta de que el dia puede ser bastante aburrido. La carretera presenta bastante tráfico y la zona está densamente poblada, o eso me parece depués de haber disfrutado de la naturaleza prácticamente desde que salí de Goteborg. Me detengo antes de llegar a Trondheim a comer algo. Me pido una hamburguer como la que se anuncia en el cartel, la más barata. Me cobra bastante más por una hamburguesa mucho mayor. Creo que me han hecho el timo del McDonalds. Si habéis utilizado el “camarero automático” de un McDonalds, después de hacer el pedido siempre te pregunta si quieres el bocata tamaño grande. El camarero humano de hoy ha hecho lo mismo, cuando me ha preguntado si quiero el “hamburguer blablabla”. Cómo tengo más ganas de comer que de pensar, le he dicho que si al hamburguer y he prescindido del “blablabla”,  que sería “grande” en noruego. En fin, ya me vale.
Tenía pensado evitar Trondheim pues me apetece conducir y no recuerdo haber leído nada interesante sobre la ciudad, pero cuando paso por su lado me apetece visitarla. Llego al centro y al parecer hay una especie de festival de música, con Elvis Costello de cabeza de cartel. Hay chiringuitos y un grupo tocando rock para un poco entregado y escaso público. Aún así, hay bastante animación en la ciudad. Con esto quiero decir que hay “gente” en contraposición a “nadie”, como Tromso o Harstad, las otras ciudades que visité; aún así, en mi tierra llamaríamos a esto cuatro y el cabo. A pesar de eso, con tanta movida desconfío de dejar la moto con todos los bultos en plena calle como hice tan tranquilo en Tromso. Aquí veo caretos más sospechosos. Así que doy una corta vuelta, visito la catedral, tomo un par de fotos y decido que la ciudad no es para mi. Mientras la abandono por una céntrica calle me da la impresión de ser un lugar en decadencia. Tal vez sea sólo el color del cristal por que hoy la miro, pero la veo gris y desangelada.
Trondheim me deprime un poco, como todas las ciudades, a decir verdad. La naturaleza me hace sentir pequeño, y aunque a veces es hostil, siempre me considero parte de ella. En cambio, la ciudad me hace sentir insignificante y además nunca he conseguido sentirme parte de una. Abandono Trondheim tan rápido como los límites de velocidad noruegos me permiten, en dirección a Kristiansund. Tengo la suerte de que sea una carretera poco utiizada desde el momento en que se separa de la ruta principal hacia Oslo. Además, me está sorprendiendo muy agradablemente, resulta ser una carretera muy divertida y adornada con excelentes paisajes de montaña y fiordos. ¡Vuelven a haber curvas en el menú!. Es sin duda la sorpresa del día. Hasta consigue que me cambie el sombrío humor que tengo hoy y se dibuje una sonrisa en mi cara. La carretera atraviesa muy pocas poblaciones, por lo que puedo mantener un ritmo alto. Bastante alto, de hecho. ¡Joder, estoy disfrutando como un enano! Si existe algún radar oculto, el peaje de hoy va a ser de escándalo. Me sabe mal por el excelente paisaje que atisbo entre curva y curva, no me equivocaría si dijera que estoy viendo, aunque de reojo, lo mejorcito que he visto desde Lofoten. Pero ahora estamos en pleno juego de curvas mi w800 y yo, y me apetece mucho más esto. Tal vez he desarrollado una especie de tolerancia a la belleza paisajística. He tomado dosis tan altas que ahora dosis menores no me producen el efecto deseado. Aunque recomiendo encarecidamente a cualquiera que pase por aquí y no esté a los mandos de una w800, que se detenga a observar.
Llego a un cruce que debe conducirme a Kristiandsund cuando veo un pequeño motel que me produce muy buenas vibraciones, así que me detengo aquí para pernoctar. Así mañana quizás me tome mi tiempo para terminar de ver el paisaje que rodea esta carretera.

Día 22: Mo i Rana – Overholla



Km: 402

Bajo a tomar el desayuno y allí está la encantadora Lyn deseándome los buenos días con su peculiar acento. Tras desayunar, subo a mi habitación y saludo a Lyn que está pasando el aspirador por el pasillo. O bien han clonado a esta chica (lo que desde luego no sería ningún desperdicio) o está ella sola llevando todo el establecimiento. Cuando llega la hora de abandonar el hotel, me encuentro, cómo no, con Lyn en recepción. Allí me recuerda la promesa que le hice el día anterior, sobre qué lugares debe visitar en su, gracias a mi insistencia, programada visita a España. Incluso saca un pequeño bloc para apuntárselo. Nos estamos un rato más hablando sobre cualquier cosa, ella para practicar su castellano y yo para seguir oyendo su dulce acento. Me despido asegurándole que es un encanto, a lo que me responde que yo también. Para qué os lo voy a negar, eso hace que mi día cambie a mejor.
Inicio mi ruta con la intención de tomar una carretera secundaria que me recomendó Edward. Por lo visto voy al encuentro de un fiordo poco conocido y espectacular. También tendré ocasión de llegar por ahí a una zona de la costa que es otra maravilla, pero en un punto en donde habré de tomar un sólo ferry. En la preparación del viaje, consideré esa ruta por las referencias que leí sobre ella, pero los 7 u 8 ferrys que hay que tomar me hicieron desistir. Pero lo que me decide a dar lo que en principio es un rodeo que me retrasará un día es que Edward me aseguró que para cuando llegara al ferry que debo tomar al final, habré visto al menos diez alces. Aparte del difunto que vi en Suecia, no he podido ver ninguno y tengo muchas ganas de ver en su ambiente a este imponente herbívoro. Para ello debo desviarme de la E6 y tomar una carretera secundaria. Decido repostar en la última gasolinera antes de meterme en el berenjenal. Mientras reposto, llegan dos motos con una matrícula conocida. “¿Dando una vueltecita?” les pregunto. Son un padre y su hijo, sobre una Súper Teneré y una XTZ respectivamente. No está mal llegar hasta aquí con un sólo cilindro. Mientras hablamos sobre nuestras distintas experiencias en este país, un caballero me advierte que una anciana ha encontrado una cartera que podría ser mía. El amigo madrileño pone cara de “tienes un marrón”, pero yo sé que no. Agradezco a amabilidad del caballero y me dirijo a la cajera de la estación de servicio preguntando si alguien le entregó una cartera extraviada. Pregunta por mi nombre y al coincidir con la cartera encontrada, me la entrega. Evidentemente, todo: tarjetas y dinero, están ahí. Deberé tener más cuidado, cuando salga de Escandinavia, un incidente como este puede ser muy grave. Me despido de los madrileños, envidiando su rumbo, pues van hacia el Cabo Norte.

Enfilo la carretera de los alces, Edward tiene razón en lo del fiordo, pero falla estrepitosamente con lo de los alces. No consigo ver ni uno a pesar de que hago muchos tramos de la carretera a paso de tortuga para poder fijarme en la zonas pantanosas que atravieso y por donde suele moverse este animal. Llego a tiempo para tomar el ferry.
Al desembarcar en la otra orilla, una lengua de niebla proveniente del mar lo invade todo. No me impide la visibilidad para conducir porque se mantiene a unos metros sobre el suelo, en un curioso efecto visual. Junto con la filtrada luz solar, dan al entorno un aspecto fantasmagórico, pero me impiden observar el paisaje del que solo obtengo la visión de sombras fugaces.
Prosigo mi avance en estas condiciones hasta que la carretera deja la costa, momento en que la niebla desaparece. No obstante, al remontar las montañas que se alzan ante la costa, la niebla se convierte en densos nubarrones que presagian tormenta. Tengo ante mi un cámping, tiene buen aspecto y no hay muchos campistas, pero decido contiuar para tratar de recuperar el tiempo perdido tratando de ver a los esquivos alces. Tengo, no obstante, la sensación de estar cometiendo un error. Ya es hora de parar, aún así, sigo adelante.
Caen las primeras gotas, por lo que me detengo a ponerme mi segunda piel en este viaje: el traje de lluvia. Preparo el equipaje para lo que se me está viniendo encima, anunciado por un precioso arco iris doble que no consigo fotografiar porque cae sobre mi el diluvio universal. En este momento recuerdo las palabras de los madrileños, que aseguran no haber visto un sólo día de lluvia en todo el camino. Hacia el Norte luce el sol, o sea que también se están perdiendo éste. Yo no. Yo no me pierdo ni uno.
Avanzo con cuidado por esta estrecha carretera de firme irregular cuando caigo en la cuenta de que no he atravesado población alguna ni visto a nadie desde hace un buen rato, tan solo un par de autocaravanas que adelanté hace ya algunos kilometros. Me siento en terrirorio apache. De vez en cuando un cartel anuncia un cámping, pero cada vez que sigo la indicación llego a un lugar abandonado. Realmente estoy en otra Noruega, una que existe fuera de las rutas principales, en donde las infraestructuras brillan por su ausencia o bien se han hundido en la miseria por falta de público. Aquí solo estoy yo.
Oscurece, en estas latitudes, un poco más. Junto con las nubes, la oscuridad es suficiente como para dificultarme la conducción. Llego a una zona de obras cuyo aspecto me remite a una maldita carretera sueca en Kiruna. La carretera desaparece, dando lugar a una pista forestal embarrada, llena de baches y piedras. Avanzo trabajosamente, con lentitud. Empiezo a cabrearme, el sudor por el esfuerzo del lento avance provoca que se empañen mis gafas y mi visera. No veo ni torta, así que de un manotazo abro mi visera y recibo toda la lluvia en la cara. Tras varios kilómetros en estas condiciones, pienso en que en cada viaje hay algún día en que se pilla. El mío puede ser éste. Me detengo a valorar mi situación: llueve, es tarde, estoy en una maldita pista forestal que dicen que es una carretera, el siguiente pueblo digno de ese nombre a setenta kilómetros, la moto está hecha una mierda y estoy muy cabreado. ¿Que si voy a pillar? ¡No, coño, ya estoy pillando! Envío un mensaje a la familia: todo va bien. No va a cambiar nada el que sepan en qué situación me encuentro. Al menos tengo algo de cobertura. En este mometo pasan las dos autocaravanas que adelanté anteriormente cuando el firme era de asfalto; malo pero asfalto. El conductor me saluda y hace hace un signo con la mano como alegrándose de no estar en mi pellejo. Intento calmar mis ánimos. Estoy cabreado, pero me doy cuenta de que en realidad estoy cabreado conmigo mismo, porque estoy aquí por culpa de haber tomado las decisiones equivocadas, por mi estupidez y prepotencia. Debí haber parado en ese cámping.
A veces demuestro tener una absoluta falta de sentido común. Aunque bien mirado, si hubiera tenido sentido común no me hubiera lanzado a un viaje como este. Tendré que averiguar dónde se encuentra la bisectriz que separa la osadía de la estupidez.
Tras un buen rato de suplicio, la carretera recupera su asfalto y parece que llego nuevamente a la civilización. A los pocos kilómetros veo las luces de un hotel. Cuando llego a él, lo encuentro extrañamente concurrido. Hay gente en las terrazas, elegantemente vestida y con copas en la mano. Cuando entro en el vestíbulo, una chica deja escapar una exclamación, como si hubiera entrado la Cosa del Pantano. Decido ignorarla antes que echarle un exabrupto porque admito que mi aspecto, con el traje de agua embarrado y cara de pocos amigos no es la mejor carta de presentación. Llego a un salón donde un grupo está tocando una especie de rockabilly cutre y un montón de gente bailando entre las mesas. Mierda. Estoy en una boda. El único hotel en millas a la redonda, y hay una boda. Consigo gritar algo más que el del rockabilly para preguntarle al camarero si queda alguna habitación, aunque sé la respuesta. Subo a la moto con el cabreo convertido en resignación y decidido a llegar a Namsos, o a Trondheim si hace falta. Veo que ha dejado de llover, justo en el momento en que encuentro un hotel. No hay boda. Salvado.