dijous, 1 d’agost del 2013

Dia 25: Andalsnes – Stryn

km: 172

Empiezo a sentir sobre mis huesos el cansancio acumulado, seguramente el hecho de dirigirme ya a territorios conocidos en otros viajes tampoco ayuda a que hoy no sienta ese punto de pereza al empaquetar de nuevo mis cosas. El cielo está encapotado pero al menos no llueve. Encamino la moto hacia la carretera que debe llevarme a la Trollstigen, la escalera de los trolls. Me acerco a ella por una carretera revirada envuelto en un imponente paisaje alpino. Poco a poco, me adentro en el valle circundado por unas paredes de increible altura. Parece imposible que hayan hecho una carretera capaz de remontar eso. En el 2011 hice el recorrido de bajada, esta vez haré el de subida que me parece que va a ser más impresionante.
Preparo la cámara GoPro porque tengo la intención de grabar en vídeo toda la subida. Llego al fin a la Trollstigen y no puedo evitar sentirme impresionado por la mole que tengo ante mi, mientras veo como esa carretera imposible serpentea hasta la cumbre. Hay bastante tránsito, así que espero a tener via libre para iniciar el ascenso. No quiero grabar un vídeo en que se vea tan sólo la parte trasera de un autocar. Corono la montaña pero no me detengo en el chiringuito turistilla que hay en la cumbre, prefiero seguir en dirección a Geiranger, un fiordo que ya he visto dos veces, pero que no me cansaré de ver jamás. Durante el descenso de la Trollstigen no encuentro demasiado tránsito, así que tengo la oportunidad de curvear un poco. Tras unos divertidos kilómetros, alcanzo la carretera que desciende hasta el fondo del fiordo.
Este sitio merece mención aparte. En mi opinión, un fiordo reúne en un solo lugar todo lo que la Naturaleza es capaz de hacer para lograr un lugar maravilloso e imponente. Pues Geiranger es el resumen de lo que debe ser un fiordo, el colmo, la perfección de algo perfecto. Lo siento, pero no puedo evitar que me cuelgue la mandíbula cada vez que llego hasta aquí. Los transatlánticos del fondo no hacen más que aumentar la monumentalidad del lugar, las mayores obras humanas  pacecen juguetes entre esas paredes cortadas a pico hundiéndose en el agua calma. Sin duda alguna y por muy masificado que esté, por mucho turisteo que haya, Geiranger está en el top ten de los lugares más bellos del mundo. Punto.
Mientras desciendo, me parece ver sobre la superfície del agua pequeñas embarcaciones amarillas, que van en grupo. ¡Son kayaks! Debo deciros algo: cuando vi un fiordo por primera vez, pensé en lo gratificante que sería cruzar una de estas lenguas de mar en una embarcación de este tipo. Al igual que me sucedió con la Atlantic Road y las motos de carretera, yo no había subido en un kayak en toda mi vida, pero supe que eso era algo que también quería hacer antes de morir, como este viaje. En el 2011, volví a pensar lo mismo, pero no tuve ocasión. Entonces, a mi regreso, tomé unas lecciones de remo con la esperanza de que alguna vez se cumpliría mi sueño. Puse en práctica mis recién adquiridas habilidades descendiendo el Sella, que tampoco estuvo nada mal. A lo largo del camino de regreso por Noruega he tratado de encontrar algún lugar donde alquilaran embarcaciones, pero me ha sido tan esquivo como los alces. Vi uno en Lofoten, pero era una excursión de un día entero, a un precio bastante elevado. Sin embargo, está claro que lo que veo son embarcaciones de alquiler. Justamente aquí, en Geiranger, el  lugar que aparecía en mis ensoñaciones cuando pensaba en kayaks y fiordos. Debo encontrar el sitio donde los alquilan cueste lo que cueste.
Algún amiguete reconocerá este sitio...
Una vez en el pueblecito, esquivo a millones de cruceristas para encontrar un cámping que parece ser el que proporciona el servicio. En una tienda junto al mar, encuentro al tipo, le pregunto por el precio y es más que razonable, aunque solo acepta dinero noruego contante y sonante, cosa que no tengo. Me dirige a un edificio cercano, donde hay un cajero automático. Al acercarme veo un papel pegado al cajero con una anotación que indica que está vacío. ¡Malditos cruceristas! No puedo creer lo que me pasa, tengo mi paseo en kayak por Geiranger al alcance de la mano y se me está escapando. No me doy por vencido, y regreso con la intención de conseguir que el tipo me alquile un kayak como sea. “Sólo tengo euros” le digo. “En ese caso, aceptaré tus euros” me dice. No va a permitir que se le escape un cliente, ¡perfecto!
Alquilo por dos horas, sé que querré más pero no tengo más tiempo y sobretodo, forma física para aguantar más que eso. El paseo resulta tan increible como me lo había imaginado. Me encanta el tacto pastoso que tiene el agua al hundir en ella el remo y la sensación sedosa de la embarcación cuando avanza cortando las aguas. En un marco como este, esas sensaciones se elevan al cubo. Estoy remando por Geiranger. Era imposible, pero estoy aquí. Las aguas tienen un color azul tan oscuro que es casi negro. Da la sensación de que se hunde hasta el infinito. Me acerco a la orilla para comprobar la profundidad, puedo ver como la pared se hunde en vertical hacia el abismo. Casi da miedo desde esta frágil embarcación. Hacer submarinismo aquí debe ser como para hacerse caca encima. Tal vez otro año. Empieza a llover, pero no me molesta en absoluto, a fin de cuentas, se trata de un deporte acuático, ¿no?. La lluvia no dura mucho y concluyo mis dos horas al límite de mi resistencia. El remo es un deporte mucho más exigente de lo que parece. Por suerte, me tengo muy bien medido y no me he dejado llevar por el entusiasmo.
Salgo de Geiranger con la sonrisa en la cara por enésima vez en este viaje, esta vez realzada por las endorfinas del esfuerzo realizado. La carretera se empina hasta llegar a una serie de circos glaciares, sobre mi cabeza. Observo un cartel que señala la dirección al punto de vista más alto de Europa al que se puede llegar por carretera. Acepto el reto y tomo dicha carretera, pero al poco me encuentro con una barrera y unas garitas. La carretera es de pago. No hay nadie, el sistema es automático. Inserto la tarjeta en una ranura a tal efecto y... no va. El tipo de detrás mio se impacienta y viene decidido, prueba y... no va. Se organiza una cola de cuatro o cinco vehículos. Aparece una chica de uno de los coches de atrás y consigue que funcione. “¿Cómo lo conseguiste?” pregunto. “Leyendo las instrucciones” responde. Los machos ahí presentes nos quedamos impresionados ante esta muestra de inteligencia práctica, y con el orgullo herido. Leer instrucciones. Nunca se nos hubiera ocurrido. Lo de que “se puede llegar por carretera” resulta un engaño: sólo hay carretera en los primeros 500 metros, luego sigue una pista de montaña, hasta los últimos 500 metros en que vuelve a ser carretera. Trampa. Pero el sitio vale la pena, hay más de un kilómetro y medio en vertical de vista, con Geiranger al fondo. Impresionante de veras.
Al descender caen las primeras gotas de lo que promete ser una buena tormenta. Decido parar y ponerme oooootra vez el traje de lluvia. ¿Estaré exagerando? Veo a dos moteros, uno que va y otro que viene con respecto a mi posición, con el traje de agua puesto. Al menos, va a ser un error compartido. Pero la lluvia arrecia y se acompaña de un viento muy fuerte, haciendo la conducción bastante desagradable y tensa. Llego a la población de Stryn, en donde decido detenerme. La recepcionista del hotel me saluda con una extraña familiaridad, mientras atiende a otro cliente. Cuando me toca a mi y comprueba que su familiaridad no es correspondida, me pregunta si no he estado yo allí antes. Al parecer, me está confundiendo con otro. Le confieso que no, y en tal caso, si es así es que me he perdido. Me confirma que hay alguien dando vueltas en moto por el valle que es igualito a mi. Entonces caigo en la cuenta: ¿será real el Motero de Negro?

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