diumenge, 4 d’agost del 2013

Dia 28: Stavanger – Hjelmeland


Km: 125
Salgo temprano de Stavanger. Probablemente la cabezadita de ayer por la tarde me rompió el sueño, porque he dormido bastante mal, me he despertado muy temprano y me he despejado completamente. No importa, así aprovecharé mejor el día. Desayuno fuerte, porque ayer leí en internet que la subida a la Preikestolen es bastante exigente, no tanto por la distancia a recorrer, sino por el estado del camino. Pienso que no va a ser para tanto, este es un país en que todo está bajo control, ¿no?. 
Recorro los 25 kilómetros que separan Stavanger de la Preikestolen con suma lentitud, porque el tráfico es bastante intenso. Presumo que no todos vamos al mismo sitio, aunque la lectura de ayer también me reveló que en los últimos años las visitas a la famosa roca han aumentado hasta el punto de la masificación. A ver qué me encuentro. Llego al punto en donde un párking inmenso acoge a los visitantes que llegan en automóvil por solo cien coronas, las motos tenemos permiso de continuar hasta el final y aparcar por el módico precio de 20 coronas. Me está escamando tanto turisteo. Me preparo para la ascensión vistiéndome con ropa ligera, aunque me dejo puestas mis botas de moto porque son de una hechura similar a las botas de montaña. Me informo de que la ascensión dura como mínimo dos horas, así que voy al chiringuito que, cómo no, han instalado aquí y me surto de bebida y chocolate, energía cien por cien para asegurar una ascensión sin problemas. El día es extrañamente caluroso, tal vez el primero desde que abandoné Dinamarca. Ya no me acordaba de esta sensación.
Inicio la ascensión “alegro vivace” convencido de que mi estado de forma supera el nivel medio de los turistas que estoy viendo: familias con niños, ancianos, señoras entradas en carnes, esto va a ser pan comido. Tras un corto primer tramo muy empinado pero de camino fácil y aplanado, éste se transforma en un camino de cabras, con rocas sueltas y raices de árboles. Sigo al ritmo “alegro vivace” convencido de que este tramo no va a durar demasiado. Pronto me doy cuenta de mi error, al percatarme de que no solo no va a mejorar, sino que visiblemente empeora. Empiezo a resoplar como el cachalote de Andenes y decido reducir el ritmo a “alegro ma non tropo”.
Tengo el convencimiento de que la verdadera Trollstigen o escalera de los Trolls, es esta en la que estoy ahora. En algunos tramos han dispuesto rocas a modo de escalera, pero con unos escalones irregulares de 50 centímetros o más. Es un rompepiernas. Además, la gran cantidad de gente que asciende, combinado con la marea humana que desciende convierte la ascensión en un continuo detenerse para dejar pasar al crío, a la señora o al anciano caballero. Me sorprende ver a críos de corta edad, y como digo, gente ya mayor subiendo por aquí.
Seguro que tampoco se informaron bien. La autoestima me aumenta de manera directamente proporcional a la distancia a la que voy dejando a mis compañeros iniciales de ascensión, sólo me siguen el ritmo jóvenes noruegos o noruegas, esta raza es fuerte de narices. El dolor en los gemelos me obliga a adoptar un ritmo de “andante” porque creo que queda todavía mucho trayecto por recorrer.
De vez en cuando me adelanta alguna “liebre”, pero debe detenerse al poco rato para retomar oxígeno mientras que yo, con la táctica de la tortuga, llevo puesto el diesel y asciendo lento pero seguro. De vez en cuando me veo forzado a reducir la marcha, adelantar a familias de siete miembros no resulta fácil aquí, brincando entre las rocas de lo que se supone que es un camino. Es como adelantar a un cuatro ejes en una carretera de montaña. Luego del adelantamiento, hay que mantener un ritmo fuerte para justificar el mismo, lo que en ocasiones se me premia con un flato de campeonato. Es increíble la cantidad de gente que estamos subiendo por aquí, resollando y sudando litros. Si nos obligaran a hacer esto estallaría una revolución. De vez en cuando, un pequeño rellano ayuda al organismo a reponerse. Incluso hay tramos de bajada, dado que en la ascensión se suben y bajan toda una serie de repechos, aunque las bajadas por este pedregal son tan jodidas como las subidas. Yo me las miro con el recelo de quien sabe que luego estas bajaditas van a ser subiditas. Termina la zona boscosa y se abre una planicie cubierta de pequeños lagos que son una bendición, mucho público se encuentra aquí dudando entre continuar o comprarse una postal y decir que ya lo ha visto.
Yo prefiero no detenerme mas que un momento para refrescarme la cara junto con un perrito (los han traido a cientos, los pobres). A cada momento, la apariencia del camino me enciende la falsa esperanza de que ya estoy llegando, pero no, la agonía continúa. En lo que parece el tramo final, rios de gente subiendo y bajando recorremos la orilla de un risco que en caso de caer, no sólo ves tu vida en imágenes sino que tienes tiempo de ver las vidas de varias de tus reencarnaciones. Se me hace imposible de creer que aquí no haya pasado nunca un accidente, ya sea subiendo por los empinados pedregales, en donde una caida puede costarte varios metros de ir rebotando entre peñascos, o que un simple resbalón o empujón de algún torpe te lance a una caida libre de trescientos metros. Tengo la sensación de estar llegando a la cima porque el viento que gracias a Dios está ayudándome a evaporar el sudor, ha pasado a fuerza doce y ahora sopla un verdadero huracán. Tras los últimos equilibrios por un risco que da hasta miedo mirar, llego a la famosa plataforma. He tardado hora y media, media hora menos de lo previsto, lo que para un cincuentón trasnochado no está nada mal.
Parece mentira que la Naturaleza haya construido ella sola algo así, de una geometría casi artificial. El viento aquí es ciclónico, brutal. Mi intención es sentarme en el borde del acantilado, pero es tal la fuerza del viento que lo único que tengo agallas de hacer es tumbarme y sacar la cabeza por el acantilado. Aquí tengo la confirmación absoluta de que jamás me dedicaré a la escalada. Solo de imaginarme aferrado a una roca a una altitud semejante me da escalofríos. Reconozco que nunca he comprendido esta afición. Puedo entender lo que se siente al conducir a trescientos por hora, pero desear estar colgado de una cuerdecita de un sitio así, o peor aún, sin cuerdecita, es algo que escapa a mi raciocinio. No tengo vértigo, pero el abismo que tengo justo bajo mi cara me deja tan impresionado que casi me mareo. Me estoy un buen rato aquí, descansando y disfrutando de unas vistas que en verdad son maravillosas, aparte de que viendo la subida, sé que la bajada va a ser otro suplicio. Os ahorraré los detalles sobre el terrible dolor de pies, rodillas y demás articulaciones y músculos que incluyen varios que ni conocía, que han hecho de mi descenso una tortura, aunque llevada en silencio y con hombría. Aunque para hombría la de estas muchachitas noruegas, que parece que estan hechas de otra pasta, de verdad. No les puedo seguir el ritmo y eso que no desciendo despacio, precisamente. En total, he empleado tres horas y veinte minutos, incluyendo el rato pasado arriba. Os aseguro que es una buena marca, no tengáis la más mínima duda. Yo al menos me siento dolorosamente orgulloso.
Mientras me recupero, o más bien mientras trato de recuperarme, llamo a mi hermano por si está en su casa de Oslo, con su familia política. Como si que estan, decido de nuevo cambiar mis planes sobre la marcha y hacerles una visita. Desde Stavanger a Oslo hay seis o siete horas, por lo que en el estado en que me encuentro, sé que no las voy a hacer. Al subir a la moto y hacer algunos kilómetros me doy cuenta de que el cansancio de la caminata está afectando mi capacidad de atención. Además, el bochornoso día está provocando tormentas ocasionales con mucho aparato eléctrico que me dan un par de reparadoras duchas, pero que aumentan el peligro de caida. La cosa se está poniendo bastante fea cuando llego a un nuevo ferry. Aunque casi no me he movido de sitio bajo los parámetros noruegos, decido no coger este ferry y dirigirme al hotel que se anuncia en el muelle. El hotel resulta ser un camping que ofrece cabañas o habitaciones en el edificio principal. La dueña es una extraña anciana que parece salida de una película de terror, y presumo que algo senil, pues me hace las mismas preguntas varias veces. Me da la risa floja, pero no tengo demasiada elección, porque se me echa encima un temporal. Descargo la moto y salgo zumbando al supermercado que he visto en el muelle. De camino al super paso por delante de un lujoso hotel SPA. ¿Porqué no se habrá anunciado este también? Bueno, tampoco le va a venir mal a mi economía un breve respiro. Creo que voy a dormir en el peor lugar desde que salí de España, sin duda. En el supermercado me cierran la puerta en las narices, porque es ya tarde y van a cerrar, pero consigo convencer a la encargada de que me de un minuto para comprar mi desayuno de mañana. Me da dos. Suficiente.

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