Km: 125
Salgo temprano de Stavanger.
Probablemente la cabezadita de ayer por la tarde me rompió el sueño,
porque he dormido bastante mal, me he despertado muy temprano y me he
despejado completamente. No importa, así aprovecharé mejor el día.
Desayuno fuerte, porque ayer leí en internet que la subida a la
Preikestolen es bastante exigente, no tanto por la distancia a
recorrer, sino por el estado del camino. Pienso que no va a ser para
tanto, este es un país en que todo está bajo control, ¿no?.
Recorro los 25 kilómetros que separan Stavanger de la Preikestolen
con suma lentitud, porque el tráfico es bastante intenso. Presumo
que no todos vamos al mismo sitio, aunque la lectura de ayer también
me reveló que en los últimos años las visitas a la famosa roca han
aumentado hasta el punto de la masificación. A ver qué me
encuentro. Llego al punto en donde un párking inmenso acoge a los
visitantes que llegan en automóvil por solo cien coronas, las motos
tenemos permiso de continuar hasta el final y aparcar por el módico
precio de 20 coronas. Me está escamando tanto turisteo. Me preparo
para la ascensión vistiéndome con ropa ligera, aunque me dejo
puestas mis botas de moto porque son de una hechura similar a las
botas de montaña. Me informo de que la ascensión dura como mínimo
dos horas, así que voy al chiringuito que, cómo no, han instalado
aquí y me surto de bebida y chocolate, energía cien por cien para
asegurar una ascensión sin problemas. El día es extrañamente
caluroso, tal vez el primero desde que abandoné Dinamarca. Ya no me
acordaba de esta sensación.
Inicio la ascensión “alegro vivace”
convencido de que mi estado de forma supera el nivel medio de los
turistas que estoy viendo: familias con niños, ancianos, señoras
entradas en carnes, esto va a ser pan comido. Tras un corto primer
tramo muy empinado pero de camino fácil y aplanado, éste se
transforma en un camino de cabras, con rocas sueltas y raices de
árboles. Sigo al ritmo “alegro vivace” convencido de que este
tramo no va a durar demasiado. Pronto me doy cuenta de mi error, al
percatarme de que no solo no va a mejorar, sino que visiblemente
empeora. Empiezo a resoplar como el cachalote de Andenes y decido
reducir el ritmo a “alegro ma non tropo”.
Tengo el convencimiento
de que la verdadera Trollstigen o escalera de los Trolls, es esta en
la que estoy ahora. En algunos tramos han dispuesto rocas a modo de
escalera, pero con unos escalones irregulares de 50 centímetros o
más. Es un rompepiernas. Además, la gran cantidad de gente que
asciende, combinado con la marea humana que desciende convierte la
ascensión en un continuo detenerse para dejar pasar al crío, a la
señora o al anciano caballero. Me sorprende ver a críos de corta
edad, y como digo, gente ya mayor subiendo por aquí.
Seguro que tampoco se informaron bien.
La autoestima me aumenta de manera directamente proporcional a la
distancia a la que voy dejando a mis compañeros iniciales de
ascensión, sólo me siguen el ritmo jóvenes noruegos o noruegas,
esta raza es fuerte de narices. El dolor en los gemelos me obliga a
adoptar un ritmo de “andante” porque creo que queda todavía
mucho trayecto por recorrer.
Yo prefiero no detenerme mas que un momento para refrescarme la cara junto con un perrito (los han traido a cientos, los pobres). A cada momento, la apariencia del camino me enciende la falsa esperanza de que ya estoy llegando, pero no, la agonía continúa. En lo que parece el tramo final, rios de gente subiendo y bajando recorremos la orilla de un risco que en caso de caer, no sólo ves tu vida en imágenes sino que tienes tiempo de ver las vidas de varias de tus reencarnaciones. Se me hace imposible de creer que aquí no haya pasado nunca un accidente, ya sea subiendo por los empinados pedregales, en donde una caida puede costarte varios metros de ir rebotando entre peñascos, o que un simple resbalón o empujón de algún torpe te lance a una caida libre de trescientos metros. Tengo la sensación de estar llegando a la cima porque el viento que gracias a Dios está ayudándome a evaporar el sudor, ha pasado a fuerza doce y ahora sopla un verdadero huracán. Tras los últimos equilibrios por un risco que da hasta miedo mirar, llego a la famosa plataforma. He tardado hora y media, media hora menos de lo previsto, lo que para un cincuentón trasnochado no está nada mal.
Parece mentira que la Naturaleza haya
construido ella sola algo así, de una geometría casi artificial. El
viento aquí es ciclónico, brutal. Mi intención es sentarme en el
borde del acantilado, pero es tal la fuerza del viento que lo único
que tengo agallas de hacer es tumbarme y sacar la cabeza por el
acantilado. Aquí tengo la confirmación absoluta de que jamás me
dedicaré a la escalada. Solo de imaginarme aferrado a una roca a una
altitud semejante me da escalofríos. Reconozco que nunca he
comprendido esta afición. Puedo entender lo que se siente al
conducir a trescientos por hora, pero desear estar colgado de una
cuerdecita de un sitio así, o peor aún, sin cuerdecita, es algo que escapa a mi
raciocinio. No tengo vértigo, pero el abismo que tengo justo bajo mi
cara me deja tan impresionado que casi me mareo. Me estoy un buen
rato aquí, descansando y disfrutando de unas vistas que en verdad
son maravillosas, aparte de que viendo la subida, sé que la bajada va
a ser otro suplicio. Os ahorraré los detalles sobre el terrible
dolor de pies, rodillas y demás articulaciones y músculos que
incluyen varios que ni conocía, que han hecho de mi descenso una
tortura, aunque llevada en silencio y con hombría. Aunque para
hombría la de estas muchachitas noruegas, que parece que estan
hechas de otra pasta, de verdad. No les puedo seguir el ritmo y eso
que no desciendo despacio, precisamente. En total, he empleado tres
horas y veinte minutos, incluyendo el rato pasado arriba. Os aseguro
que es una buena marca, no tengáis la más mínima duda. Yo al menos
me siento dolorosamente orgulloso.
Mientras me recupero, o más bien
mientras trato de recuperarme, llamo a mi hermano por si está en su
casa de Oslo, con su familia política. Como si que estan, decido de
nuevo cambiar mis planes sobre la marcha y hacerles una visita. Desde
Stavanger a Oslo hay seis o siete horas, por lo que en el estado en
que me encuentro, sé que no las voy a hacer. Al subir a la moto y
hacer algunos kilómetros me doy cuenta de que el cansancio de la
caminata está afectando mi capacidad de atención. Además, el bochornoso día
está provocando tormentas ocasionales con mucho aparato eléctrico
que me dan un par de reparadoras duchas, pero que aumentan el peligro
de caida. La cosa se está poniendo bastante fea cuando llego a un
nuevo ferry. Aunque casi no me he movido de sitio bajo los parámetros
noruegos, decido no coger este ferry y dirigirme al hotel que se
anuncia en el muelle. El hotel resulta ser un camping que ofrece
cabañas o habitaciones en el edificio principal. La dueña es una
extraña anciana que parece salida de una película de terror, y presumo que algo senil, pues me hace las mismas preguntas varias veces. Me
da la risa floja, pero no tengo demasiada elección, porque se me
echa encima un temporal. Descargo la moto y salgo zumbando al
supermercado que he visto en el muelle. De camino al super paso por
delante de un lujoso hotel SPA. ¿Porqué no se habrá anunciado este
también? Bueno, tampoco le va a venir mal a mi economía un breve
respiro. Creo que voy a dormir en el peor lugar desde que salí de
España, sin duda. En el supermercado me cierran la puerta en las
narices, porque es ya tarde y van a cerrar, pero consigo convencer a
la encargada de que me de un minuto para comprar mi desayuno de
mañana. Me da dos. Suficiente.
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