Km: 1146
Parto de Offenburg bajo una ligera
llovizna, no ha parado de llover en toda la noche. En teoría, hoy
debería ser el último día de mi viaje, pero dada la gran distancia que todavía me separa de mi casa, decido no hacer más planes que
el de recorrer el máximo posible de kilómetros. En un área de descanso
cerca de St. Etienne, un motero se queda mirando mi moto mientras se
dispone a continuar su viaje con la suya. Tengo que ir a pagar el
repostaje, así que me dirijo al interior del edificio, donde
aprovecho para tomar un café y un pequeño refrigerio. Cuál es mi
sorpresa cuando al salir me encuentro todavía al motero francés,
que me había estado esperando muerto de curiosidad por saber de qué
moto se trataba, y si el adhesivo de Nordkapp con el que engalané
su cúpula significaba que habíamos estado allí. Siento un poco
disimulado orgullo cuando hablo de mi pequeña w800 y de la gesta que
está a punto de terminar.
Sigo haciendo kilómetros por las
autopistas francesas, sin sentir demasiado cansancio, me siento
perfectamente integrado en esta moto, como si fuera un centauro con
cuerpo de w800. No me canso ni la mitad de lo que me cansé en el
trayecto de ida circulando por estas autopistas.
Al llegar a Lyon, la tormenta que llevo
esquivando durante todo el trayecto me alcanza finalmente y me cae
encima un océano justo en el momento en que atravieso la superpoblada
ciudad francesa, lo que provoca un atasco monumental que me destroza
el hasta ahora más que decente promedio. La tormenta termina en
cuanto abandono Lyon, y el cielo se va despejando a medida que me
dirijo hacia el sur. Decido dejarme el traje de agua puesto, dado que
el ambiente ha refrescado lo suyo. Son cerca de las ocho de la tarde
cuando alcanzo la ciudad de Montpeller, tras más de 800 kilómetros
recorridos. Aun así, me siento fresco como una rosa y más despierto
que nunca, podría seguir durante horas. Por este motivo tomo la
decisión de continuar hasta casa, quiero llegar hoy. No me seduce la
idea de pernoctar en un hotel de carretera en Francia cuando tengo la
frontera a poco más de 300 km y mi casa a tan solo cuatro o cinco
horas. Soy consciente de que me tocará hacer una buena parte del
trayecto de noche y ya conocéis mi opinión de que pocas cosas hay
más estúpidas que ir en moto de noche, pero al menos sin lluvia
tiene un perdón y me siento con ánimos de afrontarlo.
Ha anochecido ya cuando cruzo
la frontera española, momento en que me inundan un sinfín de
emociones. Siento encima todo el peso de lo vivido en estos días y
me abruma la melancolía y el pesar por la certeza del cercano final.
En Figueres me detengo a repostar y tengo la primera impresión de la
realidad de mi país. Ya no volveré a ver las cuidadísimas áreas
de descanso europeas, me encuentro en una área de servicio
pésimamente iluminada, provista de un único WC sucio y maloliente.
Sin duda, estoy de nuevo en casa. Durante el trayecto de Figueres a
Girona no puedo evitar el derramar algunas lágrimas. Se me hace un
nudo en la garganta pensando en lo que hemos vivido mi moto y yo,
acaricio su verde depósito mientras le digo que puede sentirse muy
orgullosa de lo que ha hecho, sintiendo mi w800 nuevamente viva y con
alma.
En Girona abandono la autopista para
dirigirme al Eix Transversal, que se empina en dirección al macizo
del Montseny. Este está siendo el trayecto en que siento más
frío de todo el viaje al conjurarse la oscuridad, altitud, humedad y
mi falta de previsión al no llevar ni una sola capa de abrigo en mi
chaqueta de cordura. Decido continuar a pesar del frío, no tengo ya
tiempo ni ganas de detenerme. Espero que sea suficiente con el traje
de agua como improvisado cortavientos. Recorro los últimos kilómetros
reconociendo en la oscuridad los lugares familiares, entre la neblina
del recuerdo de las lejanas tierras que he atravesado.
Es la una de la madrugada cuando
finalmente llego a mi casa, aturdido por las casi once horas de carretera. Bajo
de la moto y le hago una última fotografía en el mismo sitio en donde le
hice la que encabeza este blog, con mi w800 mostrando orgullosa las
heridas de guerra. Llamo al timbre de mi casa. Con lágrimas en los
ojos, me fundo en un sentido abrazo con mi amada Marta, mientras le
susurro al oido lo único que acierto a decir en ese momento:
“Ha sido grande, muy grande...”
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