dilluns, 5 d’agost del 2013

Día 29: Hjelmeland – Oslo


Km: 430

Aun con los camastros tipo Auschwitz de mi cabaña, he dormido fenomenalmente. El peor sitio quizás, pero que me ha proporcionado las mejores horas de sueño. No hay nada como estar cansado para dormir bien. Y no puede decirse que Thor haya estado ocioso esta noche, pues ha sido un incesante estallido de rayos y truenos con fuertes vientos. Lo sé porque la silla que tenía ayer frente a mi cabaña está a cien metros de distancia, tirada por ahí. Yo solo recuerdo haber levantado un párpado, ser consciente a medias de la movida y seguir durmiendo como un bebé. El aire es denso y caliente, lo que me hace presagiar un día de tormentas cuando esta masa de aire choque con las cercanas montañas. Ante esta perspectiva, salgo con el traje de agua puesto. Subo al cercano ferry. El calor y el grado de humedad me hacen insoportable el andar embutido en el traje de agua, así que me lo quito y lo ato en un lugar accesible. Inicio mi aproximación a Oslo por la carretera 13, número de mal agüero, pero que a pesar de ser más revirada, es más corta que la ruta que bordea la costa por el sur del país. Paso parte de la mañana jugando al gato y al ratón con un sinnúmero de tormentas, en todas partes observo muestras evidentes de que ha descargado un chaparrón, pero el 13 me da buena suerte y ninguno me ha pillado debajo. Sin embargo, al mediodía me doy cuenta de que estoy completamente rodeado, así que me enfundo por enésima vez el traje de lluvia. Al poco rato me cae encima un tormentón con abundante aparato eléctrico, que por su densidad tengo el presentimiento de que me acompañará el resto del día. Con lo que me cae encima, no me detendré a tirar fotos. Una verdadera lástima, porque el paisaje es, como siempre, sublime. El tráfico y la tempestad me obligan a una marcha bastante lenta. En un determinado momento, me encuentro circulando detrás de dos autocaravanas alemanas que dado la estrechez de la carretera, no se deciden a adelantar a un ciclomotor. Vamos a 40 o 50 km/h. La primera de las autocaravanas se arma de valor y adelanta al ciclomotor pero la segunda no lo ve nunca lo suficientemente claro. No hay mucho espacio, pero mi moto cabe perfectamente entre la autocaravana que tengo delante y la pared vertical de mi izquierda, así que me decido a adelantar. A la derecha solo tenemos un precipicio y el fiordo abajo. Justo entonces, el alemán se decide a adelantar al ciclomotor. Yo me encuentro a su lado en plena aceleración. En un fugaz pensamiento, tomo consciencia de que el momento es peligrosísimo. Me está cortando la salida, no tengo espacio por el que pasar y si sigue abriéndose a la izquierda va a echarme de la carretera. Más a la izquierda de mi moto no hay arcén, sólo una zanja de más de medio metro y la pared de roca. Si meto la rueda ahí voy a caer con toda seguridad y solo puedo hacerlo sobre la carretera o golpeando la pared. En ambas situaciones acabaré sobre la carretera y la autocaravana me arrollará. El suelo está mojado, no me inspira la más mínima confianza, pero clavo ambos frenos rogando que la rueda delantera no pierda agarre. Intento quedarme atrás y buscar escapatoria por ahí. Creo que el alemán finalmente me ha visto, pero no puede moverse porque al otro lado tiene el ciclomotor. Sigo forzando la frenada, veo con alivio que estoy consiguiendo quedarme atrás mientras observo con incredulidad como la rueda delantera aguanta el frenazo y mantiene la línea a menos de un centímetro de la zanja. El corazón me late a ritmo de infarto cuando consigo escapatoria detrás de la autocaravana. El del ciclomotor no se ha enterado de nada. Unos metros después me sitúo a la par de la autocaravana y le grito toda una serie de recuerdos a su madre y su familia. El alemán junta las manos pidiéndome perdón. Mejor acelero y lo pierdo de vista. Estoy inundado de adrenalina, soy plenamente consciente que acabo de salvar una situación de extremo peligro, la peor que he tenido que pasar no ya en este viaje, sino desde que tengo esta w800.
De pronto, me parece  escuchar un extraño ruido proveniente del motor, más evidente a bajas revoluciones. Me recorre un escalofrío al pensar que puedo estar a punto de tener una avería grave, así que me detengo a inspeccionar la moto. Acelero la moto en parado y no escucho ruido alguno. Coloco el caballete y engrano una marcha, oigo el ruido aunque levemente. En orden de marcha el ruido es mucho más evidente, sobretodo cuando le pido tracción con el puño del gas. Puede ser un problema de transmisión. Me quedan unos cien kilómetros para llegar a Oslo, así que decido conducir hasta allí con sumo cuidado, evitando fuertes demandas a la mecánica. Una vez allí, en casa de mi hermano podré revisar la moto a fondo. ¡Por favor, w800, no desfallezcas ahora! Vuelvo a pensar que tal vez no debería haberle pedido a la moto que me acompañara en este viaje. Pero sin ella, no hubiera sido ni remotamente lo mismo. Gran parte de la gente que se ha dirigido a mi ha sido gracias a la atracción que produce esta maravilla que se sacaron de la manga los de Kawasaki. Finalmente llego a Oslo y encuentro con cierta facilidad la casa. Dejo la moto en el jardín con la intención de revisarla mañana, en el día de descanso entre familia que tengo previsto tomarme. Durante el resto de la tarde no puedo dejar de pensar en la moto como una amiga que está enferma, más que como una máquina que funciona mal.

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